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La sillita de anea

Antiguamente, o sea, hace cuarenta y tantos años, y más, había varias clases de viejos: los de provincias y los de la capital. Cosa comprensible, pues en lugar reducido más visibles resaltan las carencias, los defectos, la torpeza, el descuido. Las cualidades positivas y las virtudes hace mucho que no se cotizan en parte alguna. Los trucos que nos traemos la gente mayor son hacedores en las grandes aglomeraciones, como Madrid, Barcelona y las que sobrepasen el millón y medio de habitantes. Aunque, fuerza es confesarlo, vamos de capa caída y no sólo está marginada la opinión del anciano, sino que se procura evitar que tenga opiniones y, en todo caso, que intente expresarlas. Como no existe la figura específica del "defensor del abuelo", es imprescindible la astucia propia y la condescendencia ajena para ir tirando. Curioso que ejerzan, por ejemplo, los defensores del niño y de la mujer, del lobo incluso, junto al "defensor del soldado", cuando hace apenas un par de generaciones predominaba la creencia de que, precisamente, eran los que amparaban y protegían a la sociedad.Alguien me dice que los viejos están desapareciendo de los pueblos, porque nadie quiere o puede ocuparse de este segmento de población inactiva y las pensiones no permiten el sostenimiento de una casa. Era frecuente -ahora cada vez más raro- ver a provectos ciudadanos de ambos sexos instalados en la sillita de anea, a la puerta de la casa o en el huerto anejo, sorbiendo el sol de frente, quizá para vivir deslumbrados el tiempo que les queda. En Madrid, la necesidad renueva el vigor de la supervivencia, creando una motilidad senil hasta ahora desconocida. Los ciudadanos decrépitos, guiados por un oscuro y prudente instinto, bajamos a la calle cuando las masas laboriosas llevan algún tiempo en el lugar de trabajo y van por el segundo cafelito de la mañana, en el caso de los funcionarios, o echando el cigarrillo en el tajo, si se valen de sus manos.

Copamos los transportes de superficie, e incluso los mejor conservados descienden al metro, disfrutando de la gloriosa prebenda que significa el bono de la tercera edad, válido e ilimitado por una modesta y asequible suma mensual. Nada de sillita de anea, ni vegetar a la sombra de los parientes desasosegados. Durante un amplio horario, el Centro de Día -espolvoreados por toda la ciudad, 30 por ahora, y otros tantos en el ámbito comunitario- acoge a los censados sin más trámite de admisión que haber cumplido la edad senatorial, los 60, y quizás el requisito de aptitud para jugar al dominó, al mus o al julepe, éste opcional. En nuestros días se renueva la posibilidad de anudar relaciones sociales, llegados a este otro extremo democrático de la vida que es la senectud, tan parecido al universo de los niños muy pequeños. Ni siquiera es indispensable conservar la boina encasquetada.

La gente de Madrid fue de siempre muy comunicativa, lo que parece, según mis observaciones, cualidad refugiada entre las personas mayores. Si nos encontramos perdidos en un barrio extraño buscaremos ayuda, preferentemente, entre la población adulta, no por prejuicios generacionales de cortesía, sino deduciendo que el dato lo conocerán mejor que la tropa juvenil. El carácter transitivo se pone de manifiesto, por ejemplo, en las paradas del autobús o en las colas que, con cualquier pretexto, se hayan formado. El miembro anónimo de la población civil expectante, contiene apenas la impaciencia, alarga el cuello para intentar divisar la silueta del vehículo urbano -generalmente oculta por el altísimo número de furgonetas y camiones que suelen estorbar la perspectiva- o comprobar la progresión de la fila. El y la madrileña lo toman con mayor conformidad, que suele manifestarse, de manera sui géneris, en un soliloquio breve o extenso, según las facultades y la enjundia del tema. No tarda en ampliar el abanico de interlocutores con un "¿Nosverdá?" genérico, que da paso al palique. Son manifestaciones al aire libre, pues llegado el transporte público se da por cancelada la cuestión y los ciudadanos se entregan, en silencio y con aplicación, a guardar el equilibrio y la integridad física. Los ancianos madrileños son una permanente lección de civismo e instinto de conservación y convivencia. La sillita de anea ya nada significa en sus vidas.

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