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Tribuna
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La vida colectiva

La vida española, la vida en comunidad está agarrotada. En ella no funcionan los puntos de flexibilidad necesarios para que los movimientos del individuo gocen de soltura, de plasticidad, del ritmo adecuado para que resulten cómodos y elegantes. La existencia colectiva se torna paralítica y, en cierto modo, des-articulada. Quisiera ser bien entendido. No me refiero, ni por asomo, al estrato político. De ninguna forma. Mis consideraciones navegan por mares más profundos, esto es, por aguas antropológicas. Por capas en las que toda actividad dirigente queda anulada.La parálisis comunitaria por eso mismo, y gracias a su dimensión humana y trascendente, se sitúa, pues, extramuros de cualquier enjuiciamiento, de cualquier valoración programática concreta.

Desde mi punto de vista general, lo primero que llama la atención, lo que inicialmente sobresale en el paisaje común, tanto individual como colectivamente, es lo que Julián Marías, con gran acierto, ha bautizado como pretensión: "La vida humana es primariamente pretensión, proyecto", escribe. Mas esa ansia, ese deseo difuso de alcanzar lo mejor de nosotros mismos y por consiguiente el tener acceso a la felicidad, pienso yo que puede descomponerse en los dos fragmentos que componen la palabra pretensión. Así tendríamos, por un lado, el prefijo "pre" y por otro, el sustantivo "tensión". La vida, por tanto, vendría conformada en su iniciación como pre-tensión, como preparación y acomodo para conseguir lo apetecido, lo deseado.

Pues bien, en la vida española se nos aparece algo así como un estancamiento de esa pre-tensión. Como una lentitud que hace que no se vaya más allá y, en consecuencia, que todo quede en esa especie de puesta a punto, en ese precalentamiento previo a cualquier lucha. Dicho de otra manera: el entrenamiento para el disfrute de lo conquistado se queda en eso, en entrenamiento y, por tanto, sin la realización subsiguiente. Es, por ende, un combate incoado, pero nunca llevado a plenitud. Tensamos los músculos, pero no los descargamos de su virtual fuerza disuasoria. El entrenamiento, la preparación bélica, en entrenamiento se queda, esto es, en "áskesis". De ahí el sentido de renuncia de la existencia, que puede ser de máxima nobleza, pero que, si se torna vulgar, es decir, inhibido y en pura inacción, origina un estilo de relación con el prójimo sin duda áspero y generador de molestas erosiones. Todo esto convierte nuestra convivencia en universal dolor, en perturbadora y ofensiva silente relación con los demás.

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A partir de este momento, la vida se convierte en algo muy difícil de definir y que yo perfilo como furia, potencial. Una furia sin objeto, un inexistente ataque sin enemigo visible.

De esta perversión en la conducta individual y colectiva se desprenden varias consecuencias, todas ellas de carácter negativo. Así, por ejemplo, la suspicacia que, a su vez, engendra el miedo, un miedo difuso sin apenas contenido, pero dotado de un poder de inhibición impresionante. Todo el mundo teme irritar a todo el mundo. Entonces nace la aprensión de que cualquier gesto nuestro le parezca al vecino una provocación. Aun cuando ese gesto sea inocente y sin miras oblicuas de ninguna clase.

Resultado: el freno, la rigidez y el silencio. O lo que es lo mismo: la cerrazón mental y su hipócrita, indiscriminada aceptación. Se obedece al clásico "Quieta non movere", que es una pre-caución y se olvida el honesto consejo de Píndaro: "Llega a ser el que eres".

Toda relación con los demás así adulterada no deja de imprimir carácter en la existencia del sujeto. Esa infiltración obliga a exteriorizarse sin que en muchas ocasiones el protagonista se percate de ello, y en esto estriba la profundidad del despeñadero abierto a nuestros pies. Aparece así, surge incontenible, otro factor esterilizante, a saber, la resignación. Ahora bien, la resignación puede ser valiosa, y lo es, cuando obedece a simple y buena educación, pero resulta maniobra oscura cuando lo que lleva en su regazo es el desdén. No podemos deambular en la vida envueltos en elvelo del desprecio. Una cosa es la cortesía, lo que Nietzsche llamaba "la cortesía del corazón", y otra muy distinta, y aun opuesta, el rebaje a toda costa del prójimo. Toda criatura humana ofrece siempre, por mínima que sea, una fracción valiosa de su persona. Lo que pasa es que en muchas ocasiones para dar con ese filón, con el oculto diamante, es menester estar antes pertrechados de buena voluntad y de anhelo de comunicación con los otros. Me parece, si no recuerdo mal, que ya en otra ocasión hablé aquí de aquel personaje pueblerino que era un universal maldiciente, lo que en términos coloquiales se denomina una "mala lengua", al que un contertulio le repróchó su ubicua maledicencia. Para él no había nadie digno de elogio, nadie que mereciese ningún tipo de alabanza. Pero al individuo que quería devolverle al cauce de la generosidad estimativa le contestó con esta frase: "Está usted totalmente equivocado. Yo no le quiero mal a nadie". E inmediatamente añadió: "Pero bien, tampoco".

A este raquitismo existencial hemos llegado hoy. Y tengamos en cuenta que no se trata de desconfianza. No. Se trata más bien de precaución. De nadar y guardar la ropa. En suma, de encastillarnos.

Esto provoca por último otra vaciedad vital, a saber, la del enquistamiento. Ya sé, sí, ya sé que todo parece negar mi tesis. Hoy abundan, hoy pululan las notas de protesta, las exigencias de veracidad, los comunicados disconformes. Pero todo eso, todo ese conglomerado de admoniciones, son pura apariencia; y afán, en última instancia, de acorazarse, de aislarse. Son exteriorizaciones que se disfrazan de colaboraciones para de ese modo neutralizar el creciente y progresivo aislamiento del individuo. Nos estamos transformando en actores que recitan mecánicamente su papel. Estamos, por tanto, en plena inmovilidad existencial.

Las secuelas colectivas, las esterilizadoras secuelas, no se harán esperar. Infelizmente.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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