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El punto ciego

La expresión pensamiento único puede provocar un sentimiento de incomodidad: el término es tan redondo, tan eficaz, que frente a éI se pueden aglutinar fácilmente todo tipo de posiciones políticas un poco nostálgicas y escasamente reflexivas. Y en ese sentido cabe simpatizar con la matizada reflexión de Guillermo de la Dehesa (28 de enero) a partir del libro de Joaquín Estefanía Contra el pensamiento único. Pero, al mismo tiempo, queda la sospecha de que entre los matices se pueda perder lo que el término describe eficazmente: la existencia de un paradigma sobre lo deseable y aceptable en política económica, paradigma que condiciona a quienes opinan y deciden, independientemente de su mayor o menor grado de pragmatismo y conocimiento técnico.Refiriéndose al llamado consenso de Washington, sobre las reformas económicas a realizar en América Latina tras la crisis de la deuda, Dani Rodrik ha argumentado que en esa estrategia económica se combinan principios comprobables y muy razonables con otros bastante más discutibles. Mientras que es difícil negar que la estabilidad macroeconómica es condición para el crecimiento sostenido, no es nada evidente que la liberalización comercial lo garantice, ni que cualquier forma de subsidio o protección conduzca a la ineficiencia. Las propias economías asiáticas que hasta hace sólo semanas constituían el mejor ejemplo para los reformadores ofrecían también pruebas de que distorsiones temporales del sistema de precios pueden tener consecuencias positivas para el desarrollo.

El problema no es que quienes deciden la política económica ignoren que la realidad es más compleja de lo que el consenso de Washington sugiere. El problema es que para obtener la confianza de los inversores (y en su caso, de los acreedores) tienen que hablar y comportarse como si lo ignoraran. Un buen número de medidas de liberalización en los países de desarrollo no responden a una lógica económica sino a la búsqueda de credibilidad ante los mercados: son señales de que la reforma económica va en serio, (le que la estabilidad fiscal y monetaria es un objetivo irrenunciable. Las privatizaciones, igualmente, no sólo buscan librar a los Gobiernos de quebraderos de cabeza y dotarles de liquidez: también buscan restablecer la confianza de los mercados.

Que existe ese paradigma de opinión, y que respetarlo formalmente es necesario para gozar de respetabilidad, es cosa gue casi nadie ignora. Señalar que ese paradigma tiene una fuerte componente ideológica, que constituye una moda y no sólo un marco teórico parece, por tanto, bastante saludable. Y en la misma línea, puede ser bueno mostrar que ese paradigma no sólo conduce a recomendaciones discutibles, sino que posee un llamativo punto ciego: los mercados de capital. Los gobernantes, cuando una estampida de capitales les desestabiliza, se acuerdan de esta singular novedad de la economía mundial: la desregulación de los mercados de capital. Pero al día siguiente los creadores de opinión les recuerdan que esa estampida se ha producido por sus propios pecados, lo que suele ser cierto, y nadie presta demasiada atención a propuestas ya viejas, como la de Tobin sobre la imposición a los movimientos de capital, o a los pecados de los propios inversores ahora en fuga.

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El punto ciego es perceptible en cuestiones tan sangrantes para la economía europea como el desempleo. Hace sólo unos meses que Krueger y Pischke, en un documento de trabajo del NBER norteamericano, argumentaron que las deficiencias en la capacidad de creación de empleo en Europa no eran sólo consecuencia de la rigidez del mercado laboral, sino de las deficiencias de los mercados europeos de capital. Curiosamente, nadie parece haber tomado en serio la cuestión, aunque todo el mundo es consciente de que las diferencias entre Estados Unidos y Europa son tan grandes en el campo laboral como en los mercados de capital. Y así, cualquier presidente de un banco español puede seguir insistiendo en que es urgente profundizar en la reforma laboral (haciendo un flaco favor al Gobierno del PP, dicho sea de paso) y no hablar para nada de los problemas de financiación de las empresas españolas, que en principio deberían serle más proximos por razones de oficio.

Y sobre todo el punto ciego se ha hecho patente en estos días con la crisis de las economías asiáticas. La crisis tendría su origen en una burbuja especulativa en los activos fijos consecuencia de un exceso de crédito a la inversión, a su vez provocado por una combinación de banqueros locales irresponsables e inversores internacionales incautos. Una vez más nadie habla de la posibilidad de regular la actuación de estos incautos para lograr que en el futuro se hagan más reflexivos, y todo el acento se pone en la falta de transparencia de la banca local. La clave estaría en los vínculos preferenciales entre las empresas y los bancos, a través de contactos políticos: se trataría de un hecho nuevo, debilidad oculta de economías hasta ahora tomadas como ejemplares.

Pues bien, no es un hecho completamente nuevo. Algo muy parecido sucedió en el Chile ultraliberal de Pinochet antes de la crisis de la deuda, y sólo en enero de 1983 logró el biministro Lüders quebrar los grandes conglomerados financieros y establecer un control público sobre los bancos en bancarrota (haciéndose con un 80% del sector financiero antes privado) y sobre las empresas endeudadas con ellos, que no se comenzarían a reprivatizar hasta 1985. La excesiva concentración de recursos bancarios en las empresas de su propiedad era bien conocida por los gestores económicos de la dictadura, pero los contactos políticos de aquellos grupos, y la necesidad de mantener el clima artificial de euforia, impidieron romperlo hasta que un factor externo puso fin al espejismo.

Estas cosas han pasado antes, por tanto, y alguna responsabilidad debe tener el actual paradigma económico de que no se hayan hecho mayores esfuerzos para que no se reprodujeran en otros lugares. Aunque es comprensible que a los defensores del neoliberalismo doctrinario no les guste recordar actuaciones tan poco liberales en los tiempos de gobierno del hoy senador vitalicio, y menos reflexionar sobre sus causas.

Ludolfo Paramio es profesor de Investigación en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados.

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