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La feria

Soy un veterano de las trade fairs, aquí donde me ven. Me desteté en el Mercado Internacional del Disco y la Edición Musical (MIDEM), celebrada en Cannes, y a él acudí durante años, por razones profesionales, desde su fundación. Y no es por darme pote, pero sé muy bien cómo funcionan estas cosas por dentro: el primer año todo marcha muy bien, se establecen inéditos y positivos contactos, se firman contratos, se consolidan antiguas alianzas y se instituyen otras nuevas. El segundo año todo empieza a deteriorarse: los nexos importantes se cerraron en la primera convocatoria, empieza a sobrar gente, hay problemas pata conseguir una hora potable en las salas de conferencias o audición y, "como aves precursoras de primavera", llegan los pedigüeños, con su "me dé algo, ¡oiga!", proferido en cualquier lenguaje de la tierra ésta. Es un hecho misterioso, puesto que siempre se habla de "feria profesional". Para el tercer año, el ejecutivo de turno sabe que hay que estar en el MIDEM por razones de prestigio e imagen, para decir "hello!" a Larry y "ça va?" a Lucien cada vez que se cruza con ellos por los pasillos. Y todos los conocidos se declaran "fatigués". Es decir, que las ferias internacionales de lo que sea resultan siempre iguales. Lo que me recuerda el hecho de que yo me asomaba a esta página para hablar de la Feria Internacional del Turismo (Fitur), clausurada hace días en las instalaciones del Ifema.Me consta, claro está, que el turismo, en España, no sólo va bien, sino que es nuestra "primera industria", según reiteran los prohombres de la cosa. Hasta me sé las cifras: en 1997 nos han visitado 50.981.000 almas con sus correspondientes cuerpos, el incremento respecto al 96 fue del 5,8%, etcétera. Y no ignoro que Fitur contó este año con la presencia de 164 países y regiones que cotizaron lo suyo por ocupar efímeramente 400 pabellones. O sea, batimos marcas, batimos de todo, y esto me enorgullece como español y como madrileño. Más todavía si consideramos que tales éxitos se han logrado a espaldas de la Administración, como si dijéramos, pues nuestros actuales gobernantes, lejos de crear para el turismo ese ministerio por el que ya clamaban los profesionales del ramo durante la etapa socialista, lo disimularon al reestructurar la función pública incluyéndolo dentro de una Secretaría de Estado de Comercio, Turismo y Pequeñas y Medianas Empresas. Ni siquiera mereció una secretaría de Estado propia, ¡toma ya "primera industria"!

Pero démonos un paseo retrospectivo por Fitur, retomando el hilo de lo que decía al contar mis experiencias en el MIDEM. La masificación constituye, al cabo de los años, una hidra espantosa que lo invade todo. Imposible le será al probo ejecutivo, si queda alguno, encontrar a la persona que busca con fines profesionales.. La cancerbera de guardia le cerrará el paso al sanctasanctórum del pabellón, mientras permite que se cuelen las multitudes desmelenadas en busca de croquetas. La azafata, muy guapa, alta y limpia, o no, coincidirá con la menos de todo en una cosa: ninguna sabe el nombre de su señorito, aunque se trate del mismísimo líder carismático de turno. No sabrá dónde se celebra la conferencia de la Mancomunidad de Pueblos Ultramontanos, ni a qué hora, ni nada, aunque trabaje para la susodicha MPU. La vida lúdica y cualquier refinamiento han muerto: los ágapes poseen la común característica de ofrecer vasos de plástico, platos de plástico y, en muchas ocasiones, carroñitas de plástico.

Por otra parte, la creciente politización de esta España centrífuga se manifiesta en Fitur más vívidamente que en cualquier otro lugar: una autonomía, y no de las más ricas, se ha gastado 60 millones en un pabellón despampanante con afán integrador, pero el Ayuntamiento de una de sus capitales, de distinto signo político, ha preferido despilfarrar también un pastón ubicándose en el pabellón de enfrente: "¡Chincha, rabia!", autonomía.

A la salida, encontraremos todo un éxodo de ancianos apopléticos, abuelitas pigmeas y niños kamikazes cargados de bolsas gigantescas. ¡Qué de lectura, qué gusto! Y, oiga, era viernes: ¿no se trataba de una jornada para profesionales? El reloj de la puerta marca la hora, 444. Todo un símbolo del caos.

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