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Reportaje:

A granel y fiado

La mayoría de los viejos ultramarinos de la capital ha echado el cierre en la última década

Román Gutiérrez no solía contar cuentos a sus hijos. Prefería describirles el sabor de exquisitos alimentos que él había conocido y que para los niños eran pura fantasía: sardinas en aceite puro de oliva, atún, cacao, café de Puerto Rico o una bebida que llamaban champán. Era la década de los cuarenta y el racionamiento de posguerra causaba estragos en Madrid, incluso entre quienes tenían el privilegio de regentar una tienda de comestibles, como era el caso de Román, dueño del ultramarinos Rogu, ubicado en la esquina donde confluyen las calles de Cádiz y Barcelona, junto a la Puerta del Sol. Los hermanos Juan Manuel y Jesús Gutiérrez podían comprobar en los viejos libros de balances y compras fechados en 1906 que su progenitor no se inventaba nada. Medio siglo después, con 63 y 65 años, ambos siguen tras el mostrador del ultramarinos Rogu, inaugurado por un antepasado suyo en 1845 con el nombre de Casa Santiso. Es el más antiguo de la capital y de los pocos que se han resistido a echar el cierre ante la dura competencia de las medianas y grandes superficies.Los ultramarinos y coloniales nacieron a mediados del siglo pasado, a la sombra del comercio con las colonias, y proliferaron tras la pérdida de Cuba en 1898, cuando muchos españoles regresaron de la isla caribeña. Conocieron su esplendor a principios de este siglo y se convirtieron en auténticos símbolos de opulencia y lujo alimentario. En los cuadernos de ventas de 1906, que aún conservan los hermanos Gutiérrez, aparecen anotaciones de todo tipo de quesos, champán francés (Moet Chandón a 2,5 pesetas), coñá de importación, tapioca, dátiles, frutas escarchadas, ron Negrita, membrillo o bacalao y, por supuesto, los clásicos productos que se vendían a granel, como legumbres, aceite, café y especias. El escritor Benito Pérez Galdós mencionó en una de sus novelas, Tormento, los ultramarinos Cipérez, que estaban ubicados en la calle Ancha de San Bernardo.

La Cámara de Comercio e Industria de Madrid realizó hace 10 años un estudio de los ultramarinos que había en la capital. Entonces quedaban alrededor de una treintena, muchos de ellos centenarios y que habían conservado la clásica fachada en madera de cuarterones, los antiquísimos y bellos anaqueles, mostradores y galleteros. La mayoría han desaparecido. Se han reconvertido en supermercados, restaurantes, bares, tiendas de ropa, o simplemente permanecen cerrados.

Es una pena que en 1955 el dueño de ultramarinos Rogu decidiera remozar la tienda, tanto la fachada como el interior: "Lo habíamos pasado tan mal que teníamos ganas de diseño moderno y retirar todo lo que considerábamos viejo. Hicimos una obra tremenda. Vendimos hasta la máquina registradora por cuatro perras. Si hubiéramos sabido que lo antiguo iba a tener tanto valor, no lo hubiéramos hecho", reflexiona Juan Manuel mientras acaricia uno de sus más preciados recuerdos, una centenaria máquina de moler café fabricada en Filadelfia. En las cuevas de ladrillo visto que hay bajo la tienda, y donde la familia se resguardaba de los bombardeos durante la guerra, estaban las zafras con capacidad para 500 kilos de aceite, que se despachaba a través de unos grifos ensamblados al mostrador.

Se ve que los veteranos tenderos aman su trabajo. Cuidan con delicado esmero las etiquetas, escritas a mano, y los escaparates, en los que ni los chorizos están colocados al azar. Charlar con ellos es hacer un recorrido por las penurias y alegrías alimentarías de los madrileños durante este siglo. "Tras la guerra había muy poco género y estaba muy controlado por la Comisaría de Abastos, que fijaba el racionamiento. Si te faltaban dos kilos de azúcar, te la cargabas", cuenta Juan Manuel. A finales de los años cuarenta, el abastecimiento empezó a mejorar. "Con el Plan Marshall llegó la leche en polvo y el jamón york, y en 1947, con motivo de la visita de Eva Perón, los argentinos nos enviaron harina para hacer pan y pasta para sopas. Se produjo un boom del pequeño comercio. La tienda se ponía a rebosar, sobre todo los sábados, que era día de cobro y la gente venía a pagar lo fiado y a comprar para la semana. Teníamos dependientes externos e internos; estos dormían en la trastienda. A veces éramos 10 personas despachando y no dábamos abasto".

El trabajo era duro. "Mi padre venía cargado con los sacos de mercancías desde la plaza de la Cebada o la calle de Colón, y la sal se endurecía de tal modo que al despacharla nos salían sabañones". Ellos mismos sacan a relucir la leyenda negra que durante mucho tiempo arrastraron los tenderos. "La mala fama nos la dieron unos pocos granujas que llegaron al gremio y se dedicaron al estraperlo y a engañar en el peso. Pero nuestro lema ha sido siempre la honradez. Mi padre nos enseñó que un kilo tiene 1.000 gramos y una peseta 100 céntimos, y nunca lo olvidamos".

No piensan retirarse por el momento, aunque ninguno de sus herederos quiere saber nada de la tienda. "Nos quedaremos hasta que el cuerpo aguante, igual que padre, que murió a los 98 años. Es una cuestión sentimental. Quizá Pablo, nuestro empleado de hace 40 años, se quede con él".

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En el barrio de Chamberí, en el número 40 de la calle de Fernández de los Ríos se encuentra otro ultramarino centenario, el de Antonio Macía. Su origen se remonta a finales del siglo pasado, cuando el abuelo del actual dueño, al regreso de la guerra de Cuba, abrió la tienda con productos de ultramar en la calle de Isaac Peral. Un obús la destruyó durante la guerra civil y se trasladaron al actual emplazamiento. No se ha tocado desde entonces, entre otros motivos porque el local es alquilado y no se pueden hacer obras sin consentimiento del casero. En el interior de la tienda, el tiempo parece haberse detenido. Hay un intenso aroma a café recién molido y un mostrador de mármol macizo, tras el que se ubica una empalizada de cajones de madera que albergan las legumbres.

Al frente, Antonio Macía, tercera generación de esta saga de comerciantes. Tiene 55 años y comenzó a despachar cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Con su rostro severo y su aspecto pulcro, reforzado por una bata blanca, podría pasar por un especialista médico. "¡Claro que quedamos pocos!", señala. "No podemos competir con las grandes superficies y hay que hacer mucho esfuerzo para ganar un duro. Si no fuera porque mis hijos están todavía estudiando, habría cerrado". Antonio, al que le gusta hacer sumas con el lápiz, "para que la mente no se atrofie", se muestra especialmente dolido por la infidelidad del público. "No saben valorar el esfuerzo que realizas, y eso con los años te baja la moral. Pocos agradecen haber estado comiendo bien durante años gracias a que tú les has estado fiando, y ahora que han prosperado han dejado de venir".

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