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Tribuna
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Belleza perdida

Mi vecino de marras había alegado, según confesaría posteriormente, que nuestros plátanos eran presa del pulgón. De hecho, a mí no me consta que a los pulgones les dé por el plátano, aunque sí que atacan al manzano, y no lo digo por fastidiar, sino porque he leído en el Espasa que se regalan con sus ramas tiernas, originando "abultamientos de aspecto algodonoso que llegan a matar la parte que atacan". Pero da igual: conmovidos por su relato, vinieron los chicos del Ayuntamiento y desmocharon con ganas los árboles presuntamente pulgonosos.La historia de la vecina de enfrente se desarrolla en dos fases: sus ventanas contemplaban antaño al ejemplar más alto y frondoso de todos los contornos. Josefita tenía un hijo, éste se hizo hombre y, se enamoró de una chavala del vecindario que a su vez se había hecho mujer. Se "declaró" (costumbre rarísima que aún se practicaba a la sazón), ella le dio el "ansiado sí", dispusiéronse a ser felices y comer perdices. Sólo un obstáculo se interponía entre ellos: el dichoso árbol. Resulta que tapaba las ventanas, no permitiéndoles intercambiarse de lejos muecas, visajes y otras tontunas. Los podadores de entonces, munidos aún de rudimentarias hachas, pasaron un mal día por allí. Josefita les contó el triste caso de su retoño, les sobornó con una botella de brandy barato y ellos, agradecidos, cortaron al muermo por la mitad. Las putas ramas dejaron de interponerse entre los enamorados, fluyó el amor libremente entre las dos fachadas de ladrillo.

La víctima, a pesar de todo, logró sobrevivir. Jamás recuperaría su antiguo esplendor y se le quedó muy mala cara, pero fue tirando el hombre, engalanándose con las sucesivas primaveras, y era aún un ejemplar hermoso, el más grande de toda la calle. Desde aquel escarmiento han transcurrido veinte años o así (siempre hace veinte años o así de todo, no sé por qué extraña razón), y el otro día, cuando los podadores de hogaño estaban haciendo de las suyas por el barrio, munidos ya de herramientas tipo Maastricht, o sea, ruidosas y letales, Josefita, que está un poco avejentada pero sigue siendo muy persuasiva, volvió a pedirles que metieran caña al árbol, alegando en esta ocasión que había sido invadido por las orugas procesionarias. ¿Cómo es posible? ¿No eran los pinos su manjar consuetudinario? ¿Están cambiando sus costumbres dietéticas, como los buitres pirenaicos? Además, en diciembre no solían salir a buscar golosinas, y mucho menos al inhóspito asfalto madrileño, pero, claro, está todo tan revuelto... Y yo creo que hasta los podadores municipales deben conocer por encima las mañas de las procesionarias, pero la Josefita, que como digo tiene mucha labia, logró convencerles para que dieran al árbol su merecido, y a fe que le hicieron caso. Ya les contaré la primavera que viene, si les vivo, si nos vive él. Y, sí, ya sé que estarán deseando averiguar los pormenores: ¿es que se ha hecho hombre el nieto de Josefita?, ¿ha vuelto ésta a cohechar a los especialistas? No lo sé: hace veinte años o así que no hablo con Josefita.

Estas anécdotas resultarían graciosas si no fuesen ciertas, pero a fe que lo son, y ello las convierte en patéticas. Las saco a colación para ilustrar la vulnerabilidad de nuestros árboles ornamentales y las frívolas banalidades que amenazan o pueden amenazar su supervivencia, que es la de todos nosotros. También porque a medida que progresa su inexorable e inútil punición anual, voy alarmándome más y más. ¿Puede alguien explicarme qué delito han cometido los árboles de dicho paseo que adornaban el bulevar en el tramo Neptuno-Ministerio de Sanidad para merecer el reciente desmocho? ¿Es para que admiren nuestra cultura los millones de visitantes de nuestros museos más emblemáticos? Los vi desde lejos y al tiempo, los árboles decapitados y las pancartas, las tiendas de campaña, la gente. Por un momento me llenó de gozo y esperanza pensando que había una relación de causa a efecto, que el pueblo de Madrid se había despertado, se había echado a la calle para oponerse al insensato castigo. Pero no, las pancartas, de CC OO, decían: "No al expediente en Rebecasa Trinaranjus con la presión de Rato", otros carteles más pequeños nos aludían a la misma reivindicación y el pueblo de Madrid no se había levantado. Aún.

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