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Corporativismos

El término corporativismo es aplicado en el ámbito académico para designar diferentes teorías y prácticas relacionadas con la representación política de intereses económicos y profesionales: la doctrina social de la Iglesia, el tinglado institucional inventado por el fascismo italiano y la concertación entre empresarios, trabajadores y gobiernos democráticos tras la Segunda Guerra Mundial. Pero el lenguaje ordinario emplea también esa palabra para referirse a los comportamientos insolidarios de los miembros pertenecientes a profesiones colegiadas (abogados, médicos, arquitectos, controladores aéreos o notarios), escalafones administrativos (jueces, catedráticos, militares o altos funcionarios) y asociaciones voluntarias (Iglesias, patronales, sindicatos o partidos); la subordinación de los intereses generales a los intereses gremiales, la defensa de los colegas (con razón o sin ella) en sus conflictos con el mundo exterior, el cierre de filas ante las críticas ajenas y el ocultamiento de la ropa sucia para lavarla en casa son algunos rasgos de la patología corporativista.A veces esa tendencia adquiere un aire mafioso (como el apoyo de los militantes de un partido a sus dirigentes procesados o condenados por graves delitos), transforma a los servidores públicos en un grupo de presión (hasta los parlamentarios recurren a veces a procedimientos desviados para autoasignarse beneficios materiales) y produce compartimentaciones feudales dentro de la Administración Pública (sean las universidades, las fiscalías o los ministerios).

No faltan, afortunadamente, algunos discrepantes con valor suficiente para criticar los abusos de la propia tribu. El distanciamiento de la ortodoxia corporativa y la falta de respeto hacia los dogmas adopta en ocasiones un tono bienhumorado; así, el ex embajador Fernando Schwartz cuenta en su divertido libro Educación y Descanso (Planeta, 1997) algunas graciosas historias de la carrera por antonomasia (es decir el cuerpo diplomático) y se pregunta por el papel de su antigua profesión al final del milenio ("un funcionario público indispensable?, ¿un servidor del Estado perfectamente prescindible? o ¿un relaciones públicas bastante útil?"). Otras veces, sin embargo, la mirada sobre el propio oficio es implacable, severa.

Así ocurre con muchos magistrados que colaboran habitualmente en la revista cuatrimestral Jueces para la Democracia, cuyo último número incluye el índice acumulado de sus diez años de existencia. El trabajo de Perfecto Andrés Ibáñez dedicado a resumir los propósitos de la publicación recuerda cómo el diseño tradicional de la Administración de Justicia facilitó que demasiados jueces colaborasen en la aplicación de políticas criminales cuando llegó la hora de las dictaduras en Alemania e Italia; también en España la "opacidad de conciencia" de esos "jueces multiuso" les precipitó "por la pendiente del autoritarismo más brutal". Pero la superación de la vieja cultura político-instrumental de la magistratura no resulta fácil: el modelo de juez constitucional tropieza con obstáculos para pasar del mundo de los ideales al terreno de las realidades.

Durante la transición, la renovación de la magistratura fue hostigada desde posiciones contrapuestas: de un lado, "la apología del viejo modelo de juez" hasta hacer de sus vicios virtudes; de otro, el rechazo global de la Administración de Justicia como "una suerte de Numancia del franquismo residual" de la que no cabría salvar nada. Posteriormente, las estrategias puestas en marcha por los gobiernos y los partidos para instrumentalizar a los tribunales han conducido al doble desastre de la judicialización de la política y la politización de la justicia. Pero los trabajos publicados en la revista Jueces para la democracia durante sus diez años de existencia muestran cómo los jueces pueden eludir sin mayores problemas el falso dilema que obligaría a elegir entre. la apología corporativa de la magistratura y la descalificación irresponsable de su independencia.

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