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Reportaje:

Operacion Anabel Segura

Los presuntos autores del secuestro y asesinato de la joven madrileña en 1993 se sentarán mañana en el banquillo de los acusados en la Audiencia Provincial de Toledo

Liberar a Anabel Segura se convirtió en una obsesión para la policía judicial de Madrid durante los 900 días que duró el secuestro. Uno de los inspectores que vivió más de cerca el calvario famiiliar reconstruye para EL PAÍS las vicisitudes de unas pesquisas en las que el Ministerio del Interior no escatimó hombres ni medios. Tampoco los escatimó el padre de Anabel, José Segura, director en Madrid de la multinacional alemana Lurgi Española; en apenas 48 horas reunió los 150 millones que exigían los secuestradores, cuyo juicio comenzará mañana en la Audiencia Provincial de Toledo.José Segura, de 70 años, descansaba en Estepona la tarde del 12 de abril de 1993 cuando recibió un aviso urgente desde Madrid. La mayor de sus dos hijas, Anabel, había desaparecido. Dos individuos la habían introducido por la fuerza en una furgoneta blanca mientras hacía footing. La chica, de 22 años, se quedó estudiando en el chalé que la familia posee en La Moraleja, una lujosa urbanización situada al norte de Madrid. Dos días después sonó el teléfono en el chalé. "Una voz exigió 150 millones por liberar a Anabel, rememora el inspector, que pide anonimato.

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La pesadilla, 900 días con sus noches, había comenzado. Nadie dudó de la veracidad de la voz firme que al otro lado del teléfono situó la entrega del dinero debajo de un puente de la N-II (Madrid-Barcelona). El discreto dispositivo policial no sirvió para nada: los secuestradores dejaron esperando, junto a dos sacas que contenían los 150 millones, al portavoz de la familia, el ex presidente de la Junta de Andalucía Rafael Escuredo.

La noticia del secuestro trascendió y el teléfono de la familia comenzó a registrar llamadas de desalmados que se arrogaban su autoría. "Uno", evoca el inspector, "comenzó pidiendo decenas de millones y acabó conformándose con 40.000 pesetas". La voz fría y calculadora de uno de los auténticos secuestradores llegó de nuevo al chalé. Esta vez, el dinero debía ser depositado la noche del 6 de mayo de 1993 junto "a un poste kilométrico" de la carretera que enlaza Tarancón con Cuenca. "Entreguen los 150 millones y Anabel estará pronto con sus padres", dijo. "Le gustaba oirse, regodearse con sus palabras ( ... )", refiere el inspector. La expresión "poste kilómetrico" dio que pensar a los investigadores: "Podía ser empleado de carreteras, quizá un guardia de tráfico ( ... ) Investigamos a todos los de esa zona".

Al tiempo que un grupo de agentes se escondía cerca del poste, un helicóptero captaba desde varios kilómetros de altura el movimiento de las sacas. Un dispositivo adosado a ellas chivaba al helicóptero la localización exacta del dinero. La idea era llegar hasta el escondrijo. El fiasco de la segunda entrega enfrentó a los captores. Resultó que uno de ellos confundió el coche de una pareja de enamorados con uno de la policía y abandonó el lugar, dejando a su compinche sólo, sin vehículo y en medio de un bosque. Al día siguiente se vieron y dirimieron sus diferencias a puñetazo limpio.

A raíz de ello, los secuestradores tardaron tiempo en volver a telefonear (la madre de Anabel, angustiada, necesitó tratamiento médico). Y cuando lo hicieron, Escuredo exigió pruebas de que Anabel vivía. La complicidad emocional entre investigadores y familia llegó a ser tan estrecha que ningún policía se atrevió a comunicar a la madre que la voz femenina que se oía en el casete enviado por los secuestradores podía ser una farsa. "Ésa es mi niña", decía ella.

Después del envío del casete ya no hubo más noticias de los secuestradores. Los agentes, con la investigación estancada, sugirieron a la familia y al juez difundir por televisión las voces grabadas. El padre suplicó aquel día: "No quiero morirme sin saber qué le ha pasado a mi hija", recuerda el inspector.

La emisión de las voces dos años después del secuestro en el programa ¿Quién sabe dónde? bloqueó la línea 900 habilitada en busca de pistas. Sesenta millones de pesetas (30 puestos por el padre y otros 30 por Interior) gratificarían cualquier información fiable. Hubo 20.000 llamadas que los investigadores filtraron y redujeron a 3.000. Todas se transcribieron y se investigó una por una. Durante semanas, la brigada de policía judicial fue un trajín de sonidos y transcripciones. "Creo que el que habla", telefoneó un anónimo, "es el Emilio, que vive en Pantoja y tiene una furgoneta blanca ( ... )".

Los investigadores, tal como hicieron con todas las llamadas que intuían creíbles, contactaron por teléfono con el tal Emilio. Su voz, como las de otros sospechosos, fue grabada, pero sin más. Un inspector de los que estaban en el caso desde el principio la escuchó casualmente. Se quedó quieto: "Páserne esa voz, quiero oírla rnás", dijo a un subordinado. Alertó a los otros jefes, la cotejaron y ( ... ) ¡bingo!. Era Emilio Muñoz Guadix, el churrero de Pantoja (Toledo). "Ya teníamos a uno, pero necesitábamos pruebas, y, además, nos faltaba coger al otro", explica el inspector. Hacía 27 meses de la desaparición de Anabel. "Tiramos del archivo y vimos que Emilio había vivido en Vallecas antes que en Pantoja, y que tenía un hermano, Alfonso, en Bujarrabal (Guadalajara)". Se pinchó el teléfono de Emilio y pronto se despejó otra de las grandes incógnitas del caso: la voz femenina pertenecía a Felisa García, esposa de Emilio. "Lo sabíamos casi todo menos lo más importante: ¿dónde estaba Anabel?".

Dos agentes se desplazaron a Bujarralde, el pueblo de Alfonso. Entre los parroquianos airearon que eran de la secreta que estaban allí porque algunas pistas situaban en esa pedanía a los secuestradores de Anabel. Donde veían un grupo de vecinos, allí enchufaban la grabadora. El plan, inquietar a Alfonso -que fingió desconocer la voz de Emilio- funcionó. Ese mismo día telefoneó a su cuñada Felisa. La policía grabó el momento en que Felisa confesaba a su cuñado que "sí, que Emilio y el Candi, el fontanero" eran los secuestradores de la niña de Madrid. "Él no me dijo nada, pero se lo sonsaqué", refirió Felisa. "La noche que desapareció la muchacha, llegó a casa con las botas llenas de, barro y un puñado de pelos rubios en el jerséi( ... )". Acababa de caer Cándido Ortiz, el Candi, el otro secuestrador.

Pero, ¿y Anabel, qué habían hecho con ella? Los agentes decidieron apretar las tuercas a Alfonso. Dos policías le abordaron y le advirtieron que o colaboraba o podría terminar en la cárcel. "Debes telefonear a tu cuñada y hacerle unas preguntas". Aceptó. La llamada decisiva se produjo el 27 de septiembre de 1995. Tras 897 días, las pesquisas se acercaban inexorablemente a su final. El pasaje crucial de la larga conversación discurrió así:

Alfonso: ¿Felisa?

Felisa:

A. Soy Alfonso.

F. Ah, Alfonso, sí, dime

A. Mi hermano no está por ahí, ¿no?

F. No, no, está trabajando. Alfonso le cuenta que la policía le está atosigando.

A. Oye, Felisa, ¿tú has grabado una cinta simulando la voz de Anabel?

F. Tu hermano me obligó(...)

A. ¿Y sabes qué hicieron con la chica?

F. A la muchacha la mataron.

A. ¿La mataron?

F. Sí, sí, la mataron.

A. Hijos de puta ( ... )

La mataron seis horas después de secuestrarla. Fueron a La Moraleja con la intención de secuestrar a alguien, pero sin saber a quién. La llevaron hasta las ruinas de una vieja fábrica de Numancia de la Sagra (Toledo), a unos kilómetros de Pantoja. Le ataron una cuerda al cuello y la ahorcaron. La víctima les había visto la cara. Emilio, Felisa y el Candi fueron detenidos el 29 de septiembre de 1995 en una operación simultánea en Madrid, Pantoja y Escalona, respectivamente. Los tres confesaron al verse acorralados.

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