Pasos atrás
Oigo repetir que España va bien. Es posible. Pero, de inmediato, me pregunto: ¿qué España? Supongo que la que, constitucionalmente, se escribe en singular y se constituye como un Estado social y democrático de derecho. Pero, entonces, no me cuadra que se puedan asimilar así, fácil y acomodaticiamente, expresiones tales como "España y Cataluña deben hacer esto o aquello" (entenderse, negociar, etcétera). Evidentemente, mi estómago no puede negociar con mi cuerpo, ya que, al menos hasta ahora, está dentro de él. Es parte del mismo. Podrá hacerlo con otras partes que también integren el cuerpo (mi estómago y mi mente, por ejemplo, en temas de etiología psicológica). Pero con la totalidad, no.Mi confusión, inocente ella, avanza cuando tengo que explicar la Constitución a mis alumnos y me enfrento con la singularidad de otro concepto, la soberanía nacional, que, me dice el texto, reside en el pueblo español. Entonces, no hay más que una soberanía y un pueblo, el español, llamado a decidir unitariamente sobre todo. Ende no hay soberanía de Euskadi, ni de Algeciras, ni del hermoso pueblo de Moguer. Más aún, esa misma Constitución, la que debe guiar y presidirlo todo, me aclara que se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española. Ahora no solamente en singular, sino que hasta con mayúscula. Luego, no entiendo lo de nación de naciones, plurinacionalidad ni demás inventos. Una nación que, sigo con la inocente lectura, es patria común. Otra vez, singular. ¿Por qué, entonces, se me habla de esta patria y este país desde lo que, a tenor del texto, son regiones o nacionalidades? Claro está que, para colmo, nadie se autollama "nacionalidad", sino nación. Y es que el invento no estuvo claro durante el proceso de creación constitucional y sin estarlo sigue. Y, naturalmente, lo de quedarse en mera región parece de familia pobre. La verdad es que acabo por no entender (o no querer entender, claro) absolutamente nada sobre un galimatías muy cercano a una manifiestamente interesada ceremonia de la confusión.
Naturalmente, este tono irónico puede abandonarse en cualquier momento. Entre otras razones, porque con las cosas de comer no se debe jugar. Y hasta es posible que de esto, de que unos coman más o mejor que otros, se trate.
Lo cierto es que, a fines del siglo XX, la España "que va bien" presenta el insólito espectáculo de un país que cada mañana se autodefine. Se coloca ante el espejo de sí misma y se pregunta qué es. Y eso en este lugar, llamado España, que, junto con Italia, fueron pioneros en realizar eso ahora al parecer tan mal visto y que llamamos la unidad nacional.
Algo similar parece pasar con la propia historia de nuestro paciente objeto de comentario. Jugando con el pasado, manipulándolo. Siempre en beneficio del presente, y siempre como arma arrojadiza en la arena política. En nuestros días, este menester manipulativo ocupa gran tiempo a nuestros más o menos virulentos nacionalismos, regionalismos o localismos. No hay gran diferencia entre los tres términos. Entre otras razones, porque nadie es capaz de poner el límite de hasta dónde puede llegar "lo diferencial" y en qué medida afirmar lo diferente no se convierte, de inmediato, en agravio comparativo, instrumento, para el chalaneo de demandas o, incluso, amenazas, de clara desunión de lo hasta ahora unido. Mi maestro, Francisco Murillo, ha dicho profundas cosas sobre esto que él considera "inevitable manipulación", en su discurso de entrada en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Reflexiones de hondo calado para actuales y futuros navegantes. Y Luis González Antón (España y las Españas) ha cuajado su documentado libro de ejemplos. Existencia de prejuicios, valoraciones larvadas, sujeto de quien escribe la historia, etcétera. Todo puede influir.
Pero lo que, a mi entender, ya no cabe es, a estas alturas, que este gran país que, según acabo de escribir, se pregunta cada día qué es, añada también la pregunta de cuál ha sido su historia. Acaso ambas preguntas vayan unidas. Y sin acaso alguno, me parece insólito que la "España que va bien" termine el siglo pisando fuerte en el resto de Europa, pero raquítica en su propio interior. Alguna de las dos facetas tiene que acabar fallando. Haciendo agua. Al paso que vamos, cualquier día resultará que los Reyes Católicos fueron una mera pareja de hecho y, además, practicaron la religión de Confucio. O que el padre de nuestro actual Rey no fuera Conde de Barcelona, sino algo así como "Rey de Lleida y Girona". Todo puede llegar.
A lo dicho se pueden unir muchos otros puntos que me parecen harto nefastos en estos momentos. Sobre todo, cuando se nos ha vendido durante tanto tiempo la idea (que, personalmente, siento no poder compartir) de que nuestra transición había terminado tiempo ha y que, además, había sido modélica. Si, en efecto, entonces no hubo grandes traumas (Franco murió en la cama y no hubo ningún tipo de "depuración" con el inmediato pasado), ¿a qué viene que en las últimas elecciones gallegas alguien pidiera revisar los crímenes o asesinatos de la guerra civil y del régimen que le siguió? ¿A cuento de qué se requiere que la Iglesia española pida ahora perdón por lo que hizo antes o por lo que dejó de hacer? ¿Por qué quienes pregonan que "España va bien" ordenan a la oposición que se calle, olvidando que gobernar en silencio no es gobernar en democracia? ¿Qué sentido tiene el constante chuleo autonómico de algunos líderes amenazando con no cumplir, con ignorar y despreciar, lo que pueda aprobar el Gobierno de la única nación, sea tal Gobierno del color que fuera? ¿En qué país civilizado del mundo se plantea ahora el tema de su himno y se dan los pasos adelante y atrás que acabamos de vivir en nuestra piel de toro?
Todo esto suena a polémica tardía y poco oportuna. El país tiene otros y más importantes problemas sobre la mesa. Problemas a resolver con urgencia y no con las vueltas repentinas al ayer. El ayer debe ser historia. Y la historia, en palabras de Cervantes (que vaya usted a saber si pronto no resulta que era un precedente del extinto KGB), debe quedarse en "testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir". Medítese en esta triple misión y sigamos el consejo. Sin pasos atrás.
Jugar, en serio o menos serio, con todo lo demás (desde la realidad hasta los símbolos que hoy, justamente hoy, la expresan), lléva, insoslayablemente, a una de estas dos conclusiones. O que la transición no ha terminado. O que lo que ahora tenemos es un perfeccionable andamiaje jurídico-político propio de la democracia, pero sigue faltando una auténtica mentalidad democrática. No sé cuál de las dos cosas resultaría más grave. Lo primero parece dar la razón a los filibusteros de la política. Los que descalifican el todo por el defecto, innegable, de la parte. Lo hemos visto recientemente en un programa de la televisión del Estado, la que tenemos por pública y de todos. Lo segundo sigue poniendo de manifiesto la ausencia de una auténtica socialización política en democracia, que sigue así, como asignatura largamente pendiente. Y, en ambos casos, profunda tristeza y obligado pesimismo ante tanta fanfarria política de unos y otros.
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