No quería escolta
No quería vivir con escolta, no deseaba ese sinvivir. ¿Quién iba a querer matar a un concejal de pueblo?, pensaba José Ignacio, ¿a un vecino más de Zarautz, nacido en un caserío y educado en euskera; a un hombre corriente, a un vasco convencido? Durante dos días, José Ignacio Iruretagoyena aceptó la compañía de un guardaespalda, empujado, obligado casi por sus compañeros de partido. Fueron dos días interminables para él, nada más que pendiente de su sombra nueva; de un desconocido que lo blindaba para protegerlo. "¿Cómo voy a ir a un pueblo de aquí a vender madera acompañado de un policía?", le preguntaba a quienes le aconsejaban protección. "Y además", zanjaba la discusión por ridícula, "¿a mí qué me va a pasar?". A las 48 horas de llevar escolta, José Ignacio decidió que no podía vivir así. Y optó por vivir solo. Seguir siendo él.Su mujer, María Jesús Imaz, tampoco quería que su vida familiar se viese alterada radicalmente por la militancia política de José Ignacio. Es la historia repetida en Euskadi. Sencillos concejales de pueblo -con su trabajo, sus amigos, sus vinos al mediodía- que se presentaron en una lista para arreglar las calles del pueblo y construir si acaso un polideportivo. Los mismos concejales que ahora se ven amenazados, acosados; convertidos en la diana de los terroristas.
José Ignacio apoyaba su vida entre la experiencia de los 70 años de su padre, Cándido, maderero como él, euskaldun y antiguo concejal del PP, y el futuro representado en Mikel y Eneko, sus hijos de tres años y seis meses. ¿Quién iba a querer estropear eso?, se preguntaba. Una de sus hermanas conoció ayer la respuesta, por eso se aferró al ataúd de José Ignacio y gritó en euskera, en su lengua: "Non daude. Kabroi zikin hoiek?" (¿Dónde están esos sucios cabrones?).
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