Paisajes iluminados con bombillas
BERGERRostia me invitó a su estudio. Este es su primer estudio. Hasta hace pocos años pintaba, cuando hacía buen tiempo, en un barracón abandonado a medio construir en algún lugar del extrarradio sur de la ciudad. El nuevo estudio, que le ha sido concedido por el Ayuntamiento de París, se encuentra en Chatenay Malabry. Rostia nació en Praga en 1954.
Lo conocí en los primeros años ochenta. Por entonces, Rostia vendía crépes por la noche en el Boulevard St. Michel. Hablaba francés con un acento que sonaba como el Danubio. Y tenía el aspecto de un hombre que acaba de terminar un largo servicio militar. Feliz de ser libre al fin. Soltero. Licenciado de soldado raso. Un poco perdido todavía en la vida civil. En realidad, Rostia nunca sirvió en ningún ejército, ni en el checo ni en ningún otro. Pero la larga tarea, de madurar, de sobrevivir, de rebelarse y emigrar había sido para él similar a hacer la mili. Maniobra tras maniobra. Y durante todo ese tiempo sólo había soñado con ir de permiso, es decir, con pintar furiosamente en la primera superficie que cayera en sus manos.
Sus cuadros eran disparatados, un poco subversivos y de una tosquedad memorable. Disparatados porque estaban pintados en lo primero que encontraba, sin preocuparse demasiado por la presentación. Subversivos porque, escondidos en medio de su abstracto confeti de colores, descubrías de pronto un perro o un niño haciendo muecas. Y toscos porque no fingían tener buenos modales. Sencillamente eran ellos mismos, como esos martillos que tienen un trozo del mango pintado de rojo para que resulte más fácil localizarlos.
Me gustaba su gamberra compañía y la de su autor. Solíamos tomamos unas cervezas juntos; nos sentábamos estirando las piernas, como si lleváramos mono de trabajo; las gorras retiradas de la frente. Cuando podíamos traducirlos, nos contábamos chistes.
Por aquellos días, las mujeres no trataban a Rostia todo lo bien que se merecía. Hablaban de él como si fuera uno de ésos osos que aparecen en los carteles de los circos. Y él tampoco hacía nada por mejorar las cosas, pues, como les sucede también a los hombres que pasan años sometidos a la disciplina militar, tendía a ser un poco paranoico. A veces resultaba difícil saber qué le obsesionaba.
Nunca mencionábamos a Hegel, ni a Luckas, ni a Paul Klee, ni a Dvorak cuando nos reuníamos para tomar un trago. Era mucho lo que dábamos por supuesto, y yo sabía que si nos viéramos envueltos en una pelea en uno de los bares podía contar con él. Su tamaño y su mirada misteriosa y observadora nos serían de gran ayuda.
En una ocasión que volvíamos a casa cruzando los puentes, recordamos los portones de Praga, grandes como camiones; y durante unos momentos el Sena se convirtió en el Moldava.
Cuando llegué a su nuevo estudio en Chatenay Malabry, Andrea, la hija de Rostia, estaba a punto de quedarse dormida en su cunita. Iba a cumplir dos años. Rostia ya no vendía crépes, y trabajaba media jornada de delineante en el estudio de un arquitecto. Él y Lawrence dormían en una especie de altillo o galería que daba directamente sobre el estudio, y la mesa donde cenamos estaba al lado de la cama.
Quería que viera sus últimos cuadros. Bajó al estudio y fue grapando en la pared los lienzos que tenía enrollados. Cuando había alguno grande, Lawrence le ayudaba, y yo la observaba desde arriba: pequeña, vivaracha, balanceándose como un ciclista de pega junto al oso circense.
Los cuadros habían dejado de ser gamberros. Seguían siendo toscos, pero ahora estaban totalmente seguros de sí mismos. El tema era siempre el mismo: lámparas de metal encendidas; pero el inmenso paisaje que iluminaban era diferente en cada lienzo. ¿Un paisaje de dónde? No era un paisaje centroeuropeo, ni francés, ni celta; era sólo un pedazo de la superficie de la tierra iluminado por dos, tres o cuatro bombillas que brillaban juntas, como una familia. Cuanto más los miraba, más seguro estaba de que eran excelentes. Imágenes de cómo el invierno sueña con el verano.
Y cuanto más los miraba, más pensativo me iba quedando. A veces leo en un periódicoo en una revista que soy (o fui) uno de los críticos de arte más influyentes de la lengua inglesa. No conocía a nadie relacionado con el comercio del arte ni en París ni en ningún otro lugar. Nadie. Ni Rostia ni yo conseguiríamos pasar más allá de la secretaria de uno de esos famosos marchantes o galeristas. Y si por casualidad lo lográramos, si llegáramos a conocer a un marchante, éste nos miraría como si acabáramos de salir de un circo de pueblo. ¡Para eso valía toda mi supuesta influencia! Sabía que los lienzos que estaba contemplando merecían ser enmarcados, exhibidos, vendidos, colgados en las casas. Y, sin embargo, no podía hacer nada para que así fuera.
Rostia interrumpió mis pensamientos. ¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta ése más oscuro?
¡Brindemos por Andrea!, dije yo, pero no podía librarme de la lacerante frustración que sentía. Quería que aquellos lienzos furiosamente pintados vieran la luz pública sin tener que encomendarse a nada más que a su propia autoridad.
Empezamos a hablar de las mezclas de colores -Rostia emplea óleo y témpera- y de cuánto más barato resulta comprar tubos. Cogió un tubo. de amarillo cadmio y luego abrió una botella de aceite de linaza y me la pasó como si esperara que fuera a echar un trago. ¿Sabía Rostia cuál sería el efecto?
En cuanto lo olí olvidé toda mi frustración. Volvía a tener doce años. Ante mí apareció mi primera caja de óleos, con mi primera paleta, no más grande que una cuartilla. Volvía a manosear los tubos, con sus nombres exóticos, distantes: rojo indio, amarillo de Nápoles, siena tostado, ocre y el misterioso blanco de plomo, cuyo nombre inglés, flake white, hace pensar en copos de nieve arremolinándose en una ventisca.
El olor de ese aceite (que es el mismo que el que emplean los cristaleros para ablandar la masilla) me llevó hasta aquella promesa formulada hacía cincuenta años: la promesa de pintar y pintar, la promesa de pintar todos los días de tu vida y de no pensar en otra cosa hasta el día de tu muerte.
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