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Tribuna
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La ferretería

Juan José Millás

Durante una época trabajé en la sección de souvenirs de unos grandes almacenes, así que estaba todo el día rodeado de mantones de Manila, aceros toledanos, figuras de Sancho Panza o don Quijote, cabezas de toros, ceniceros con serigrafías de Madrid y reproducciones de plástico de la Cibeles. Un infierno, aun sin contar con los damasquiñados y las porcelanas, que se vendía muy bien. Una vez fui al museo del Prado y estuve observando al vigilante de la sala de Las Meninas. Quería saber si lo que embrutece es contemplar todos los días lo mismo, aunque sea bello, o vivir expuesto a una radiación permanente de mal gusto. Me pareció que al hombre se le había contagiado algo de la elegancia de Velázquez, aunque llevara una vida tan real como la que arrastraba yo y cenara por tanto en una cocina iluminada con tubos fluorescentes antes de escuchar en la cama algún programa incongruente de deportes. No sé, me pareció que en sus ojos temblaba el pincel de Velázquez, y eso le redimía sin lugar a dudas de ser real y de su pasión futbolística.En cambio a mí, además de las imperfecciones de aquel individuo, se me podía ver en la cara el reflejo de los souvenirs entre los que se desarrollaba mi existencia. Por si fuera poco había caído en la tentación de llevarme a casa una porcelana horrible, de don Quijote, que me regalaron en la empresa porque se le cayó a un cliente al suelo y estaba un poco rota. La coloqué encima del televisor y por la noche, en los descansos de la programación televisiva, la contemplaba con espanto preguntándome cómo había caído en aquel abismo de fealdad teniendo un temperamento artístico que no había llegado a cultivar por falta de oportunidades. Y aunque buscaba consuelo en la idea de que muchos artistas malditos se nutrieron del horror para dar forma a sus creaciones más excelsas, pensaba que mi pánico era completamente improductivo excepto para la cuenta de resultados de los grandes almacenes.

Un día entró en la sección una mujer muy pálida, de ojos claros y cabello rubio recogido en una cola de caballo. Transmitía esa sensación de desamparo que siendo característico de las cosas de este mundo, en ella no era sino una imperfección tranquilizadora, familiar, como cuando en una ciudad extranjera ves una tienda con los rótulos escritos en tu idioma. Pensé que se había perdido y que me preguntaría por la sección de lencería fina o por la de perfumes. Pero no, se detuvo a contemplar nuestros horrores y finalmente eligió una reproducción de plástico fosforescente de la Puerta de Alcalá. Se acercó a mí para que se la envolviera y al ver a una mujer tan delicada con aquel espanto entre las manos, le pedí con lágrimas en los ojos que eligiera otra cosa.

-No ponga esto en su casa -le imploré-, usted puede aspirar a más.

Ella era danesa y no me comprendió, pero mi jefe, que estaba cerca, lo oyó todo, y dio un parte por escrito de mi actitud, así que me pusieron a servir mesas en el restaurante, donde el mismo día en que me incorporé había de menú arroz a la milanesa, que es un arroz con pollo normal, de aquí mismo o de Valladolid; yo lo he comido en todas partes. El caso es que al pasar junto a una mesa oigo a una mujer mayor, de pueblo, preguntándole a su hija por qué decían que era milanés aquel plato.

-Porque en Milán se come mucho, mamá.

Entonces intervine y dije que eso era mentira, que aquella porquería con pollo lo mismo se hacía en Milán que en Moratalaz. La hija llamó al encargado, quien tras jurarle que aquello era un arroz a la milanesa absolutamente homologado por el Ministerio de Sanidad y Consumo, dio una queja a personal para deshacerse de mí en ese mismo instante.

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Ahora estoy destinado en la sección de ferretería y creo que por fin he encontrado mi lugar. Aquí las cosas son reales también, pero los alicates tienen verdadera vocación de alicates y los destornilladores de destornillador. Incluso yo mismo he aceptado que soy un piernas. Pero ahora, encima de la tele, tengo una llave inglesa, y cuando recuerdo la porcelana de don Quijote, me parece que le ocurrió a otro o a mí mismo, aunque en otra vida.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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