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El IRPF y nosotros

Si existe un debate esencialmente político es el de los impuestos, ya que a través de ellos expresamos las decisiones sociales sobre quiénes, cuánto y cómo se contribuye a la financiación de las cargas generales. La reforma del IRPF se perfila, por tanto, como un asunto central en la agenda política de 1998 dado que, en sus primeros meses, la comisión creada a tal efecto por el Gobierno presentará sus propuestas. Parece pues el mo mento adecuado para recordar algunas cuestiones previas, ya que ningún cambio relevante que se introduzca será socialmente neutro.Lo primero es no considear la reforma del IRPF como algo aislado del conjunto de decisiones que se expresan a través del presupuesto. Si preguntamos a, un experto si pagamos poco o mucho por impuestos, su nivel de seriedad se medirá por la respuesta: depende.

Pagamos más, en términos homogéneos, que hace 20 años, pero también recibimos a cambio unos bienes y servicios públicos mejores. Por otro lado, seguimos pagando menos que la media europea de quien envidiamos su mayor previsión de bienes públicos. Ahí radica, precisamente, uno de los principales problemas políticos, en cómo establecer un equilibrio socialmente aceptable entre ingresos y gastos públicos.

Si aislamos el debate sobre el IRPF en sí mismo, estamos escamoteando parte de sus implicaciones políticas. Por ejemplo, sí como resultado de la reforma propuesta se reducen los ingresos públicos en un billón de pesetas y no se quiere hacer un fraude intelectual a los ciudadanos, se debe decir simultáneamente qué otros ingresos subirán para compensar esa pérdida o cuánto gasto público habrá que recortar al no disponer de recursos para financiarlo.

En ambos casos se tendrá que hacer explícito el nuevo reparto entre los que ganan, pagando menos por IRPF, y los que pierden, pagando más por otros impuestos, percibiendo menos servicios públicos o continuando en el paro porque no hay suficiente dinero para políticas activas de empleo.

La segunda cuestión a tener en cuenta es hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar al principio de contribuir en función de la capacidad de pago de cada uno, que quiere decir tres cosas: tributar por el conjunto de todas las rentas, tener en cuenta las circunstancias personales que inciden sobre esa capacidad de pago y aplicar una tarifa progresiva. Sobre la primera gravita hoy gran parte de los problemas que mueven la reforma.

La idea inicial es muy sencilla: en idénticas condiciones personales, dos contribuyentes con iguales ingresos deben pagar lo mismo con independencia de que sus rentas procedan sólo del trabajo, sólo del capital o de una mezcla de ambos. Éste es un elemento consustancial a la idea democratizadora que en su momento representó el IRPF y que hoy se cuestiona con dos argumentos: gravar las rentas del capital al mismo elevado nivel que las del trabajo desincentiva el ahorro, que es clave para el crecimiento y, además, hacerlo en un mundo con libertad de movimientos de capitales y la existencia de paraísos fiscales donde los rendimientos del capital no tributan, favorece la deslocalización y fuga de los mismos.

Comoquiera que los sofisticados instrumentos financieros de hoy en día hacen difícilmente distinguible lo que son rentas (intereses) de lo que son rendimientos (plusvalías) del capital, se propone otorgarles un tratamiento conjunto, más favorable que el dado a las rentas del trabajo. Las dos críticas son discutibles. No es cierto que con el sistema actual del IRPF se grave al ahorro doblemente por cuanto lo que se grava es una fuente nueva de renta: los intereses y rendimientos del mismo. Tampoco nadie ha podido demostrar, de forma aceptada por la mayoría de economistas, que mediante artilugios tributarios se incremente el volumen total de ahorro de una sociedad aunque sí la forma concreta de canalización del mismo.

La segunda objeción responde, sin embargo, a una realidad: mientras no exista una armonización fiscal internacional sobre las rentas del capital, las posibilidades de que éstas eludan sus obligaciones tributarias nacionales son mayores hoy que cuando existían fronteras y controles a la libre circulación. Pero si la obligación de tributar por el conjunto de las rentas percibidas -incluidas las del capital colocado en el extranjero- se establece en base al principio territorial de residencia, se trataría de fraude y como tal debería ser tratado. Si ante la existencia de un riesgo potencial de fraude en las rentas de capital reaccionamos declarando cuasi exenta la tributación por ese concepto ¿por qué no aplicar el mismo principio a todos los colectivos perceptores de rentas del trabajo no dependiente, donde también la bolsa de fraude es alta?

Aceptar que las rentas y rendimientos del capital tengan una tributación menor e las del trabajo en base a un puesto pragmatismo, además vulnerar el principio constituonal de contribuir en función la capacidad de pago, beneficia proporcionalmente más a quienes perciben una parte mayor del total de sus ingresos bajo esta forma (normalmente, los más ricos), estimulando comporamientos sociales del tipo rentista al obligar a tributar más por as rentas ganadas mediante el trabajo que por las derivadas de la posesión de un patrimonio personal o familiar.

El nivel de progresividad de la tarifa, por su parte, se ve afectado por el número de tramos y por los tipos mínimos y máximos establecidos. En general, un mayor número de tramos refuerza la progresividad. al permitir seleccionar mejor los diferentes niveles de capacidad de pago. Además, como para cada contribuyente su tramo es único con independencia del número total que existan, no encuentro ninguna razón por la que tres tramos, que es más regresivo, sea más sencillo que 15. Respecto a los tipos, su nivel de progresividad lo determinará tanto el nivel donde se sitúen los tipos medios máximos y mínimos, como el recorrido entre ambos extremos, es decir, si la tarifa es lineal o no.

Desde un punto de vista técnico, todo es posible en este terreno. Pero cada opción reforzará la progresividad del impuesto o lo contrario, alterando la presión fiscal para unos niveles de renta más que para otros, y tendrá unas repercusiones diferentes sobre la capacidad recaudatoria del impuesto.

A tenor de las decisiones ya adoptadas y las intenciones anunciadas, parece evidente que se pretende una reforma en la que serán los que declaran niveles altos de renta quienes se beneficiarán más con las rebajas en tipos y en tramos. Tal reforma, que mermará la capacidad redistribuidora del Estado, no tiene nada que ver ni con la competitividad, la posmodernidad, ni incluso con el euro. Si se adopta será por razones políticas internas. Puede que hacerlo así sea socialmente aceptable hoy y, sin duda, suscitará un amplio aplauso entre los beneficiarios. Pero ¿será más justo?. ¿Quién y cómo pagará por la diferencia de recaudación?

En el fondo, sobre la discusión en tomo a los impuestos y de forma especial los de la renta personal, planean dos concepciones ideológicas distintas respecto al carácter de los vínculos sociales entre ciudadanos. Para unos, el individuo es el único propietario legítimo del total de su renta y los impuestos serían una especie de expropiación legal que conviene minimizar. Para otros, el nivel de renta conseguido por el individuo no depende sólo de su esfuerzo personal, sino de la productividad histórica alcanzada por la sociedad en la que vive, gracias al esfuerzo de las generaciones pasadas que ha permitido acumular un enorme capital social del que nos beneficiamos.

Desde esta perspectiva, el impuesto es una forma de devolver a la sociedad parte del uso privado que hacemos de ese capital social, entre otras cosas, para seguir incrementándolo. En ese contexto, tan poco técnico, se enmarca cualquier propuesta de reforma del IRPF que tiene mucho que ver con nosotros, ciudadanos en plural, y no con cada uno en particular.

Jordi Sevilla es economista.

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