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Bosnia: dolor de los pecados

En las últimas semanas han visto la luz muchos balances relativos a la aplicación del Tratado de Dayton. Los realizados desde nuestras instituciones responden a un corte común: en ellos no se aprecia voluntad alguna de crítica del papel asumido por la comunidad internacional. No hace falta volver la mirada hacia la etapa anterior a Dayton para concluir, sin embargo, que a duras penas se entenderán las miserias de la Bosnia de hoy si no se atribuyen responsabilidades decisivas a nuestros países.El principal de los argumentos de nuestras instituciones se concreta en una idea mágica mil veces repetida: mientras los elementos militares del Tratado de Dayton han ganado consistencia, no puede decirse otro tanto, en cambio, de los civiles. En otras palabras, la comunidad internacional está cumpliendo con sus compromisos, algo que no puede aseverarse, por desgracia, de los agentes locales. Al amparo de esta burda simplificación, se olvida que el acuerdo avalado por las grandes potencias en 1995 estableció un estricto marco político que ha acabado por condicionar de forma poderosa, y no siempre saludable, el comportamiento de la sociedad bosnia.

El Tratado de Dayton ha contribuido a consolidar, por lo pronto, el poder de algunos de los responsables directos de la guerra. Esto en modo alguno puede invocarse como una inesperada sorpresa que se ha cruzado en el camino: en Dayton se otorgó legitimidad plena a quienes -muchos de los dirigentes serbobosnios y croatabosnios- habían protagonizado en su momento un golpe de Estado y habían alentado una agresión militar exterior. La colaboración que, mal que bien, le han prestado esas gentes al acuerdo no podría explicarse si éste no hubiese suscitado en ellas una unánime impresión: la de que en los hechos, más allá de la retórica, se sentaban las bases de una efectiva partición étnica del país. Semejante lectura contrasta vivamente con la pretensión, tantas veces aireada por las grandes potencias, de que en Dayton se puso fin a cualquier tentación al respecto.

El tratado es directamente responsable, por lo demás, de una singularísima organización federal en la que los poderes del Gobierno central, escasos y vaporosos, contrastan con la fortaleza de las entidades federadas. Nunca se subrayará lo suficiente que, al soslayar la creación de unas fuerzas armadas federales, y al reconocer en cambio la materialidad de los ejércitos a disposición de las entidades federadas, el tratado de Dayton ha arrinconado lo que, según la manida definición weberiana, se antoja un atributo inexcusable de un Estado: el monopolio en el ejercicio de la violencia legítima. Así las cosas, ni puede soprender que el funcionamiento de las instancias centrales haya sido hasta ahora paupérrimo, ni puede arrojarse toda la responsabilidad sobre los hombros de los agentes locales.

Pero hay que hablar también de lo ocurrido en dos terrenos estrechamente relacionados: el de los refugiados y el de las elecciones. El panorama con respecto a los primeros es, simplemente, desolador: de los 2,3 millones de personas que vivían lejos de sus hogares al concluir la guerra, sólo 381.000 habían regresado a aquéllos en octubre pasado. Muchos de los retornados habían vuelto, por añadidura, a zonas controladas por su misma etnia, lo cual desdibuja el horizonte de un renovado entremezclamiento étnico. Por si poco fuera, y de acuerdo con una estimación, más de 80.000 personas han sido expulsadas de sus hogares desde el momento de entrada en vigor del tratado de Dayton.

Se podrá replicar que en este ámbito no es sencillo atribuir responsabilidades a la comunidad internacional. Y, sin embargo, las normas electorales que esa misma comunidad ha impuesto no han hecho sino propiciar que el número de quienes han decidido, permanecer en los lugares de acogida sea extremadamente alto. Como quiera que se ha permitido que los bosnios hiciesen valer su voto en sus lugares de refugio, y que se ha recurrido con frecuencia al establecimiento de cupos étnicos, los grandes partidos han podido apuntalar, merced al voto de los refugiados, su control de unas u otras regiones; se han limitado a recabar el apoyo del grupo étnico respectivo en un escenario en el que la mayoría de la población respalda a quienes prometen la defensa más recia frente a los otros grupos. Con estos mimbres, las normas electorales se han convertido en un poderoso instrumento de ratificación de las limpiezas étnicas practicadas entre 1992 y 1995. Que han estimulado, además, una activa musulmanización de la política entre quienes -los bosniacos- habían apostado con mayor claridad por la convivencia lo testimonia el derrotero reciente del SDA de Izetbegovic, más bien esquivo a la hora de concretar en hechos su anunciado designio de convertirse en un partido cívico y multiétnico.

La reconstrucción económica es otra fuente de problemas. Por traer hacia nosotros el argumento, la reciente comparecencia del secretario de Estado de Cooperación en el Congreso de los Diputados nos sitúa sobre la pista de algunos de esos problemas al tiempo que obliga a sopesar la magnitud de nuestras miserias. Tras alardear de las prometeicas dimensiones de nuestra ayuda oficial, el señor Villalonga sugiere -ahí es nada- que se contabilicen como tal los costes generados por el contingente militar español y prefiere olvidar que buena parte de la solidaridad que se ha hecho valer entre nosotros ha correspondido a la sociedad civil. Para que las cosas no queden ahí, la oposición socialista lamenta que España no se esté beneficiando en demasía de un negocio, el de la reconstrucción, que empaña el buen hacer -hora es de recordarlo- de muchas conductas solidarias.

En el debe de las grandes potencias hay que cargar, en suma, un puñado de cuestiones que, pendientes de resolución, obligan a recelar con respecto al futuro. Si una de ellas la configura el conflictivo arbitraje internacional sobre el corredor de Posavina -la decisión, al parecer, se postergará hasta marzo-, otra la aportan las sucesivas prórrogas del mandato de SFOR en un escenario marcado por el riesgo de un rearme generalizado que nada está llamado a deberle, por cierto, al autoabastecimiento. Entre las tareas pendientes se cuenta también, claro, la detención de los encausados por el Tribunal de La Haya. Los datos provisionales son llamativos: si a mediados de noviembre todos los bosniacos reclamados estaban a disposición del tribunal y otro tanto sucedía con 14 de los 18 croatas, sólo 3 de los 57 serbios habían sido conducidos, en cambio, a la ciudad holandesa. Entre ellos no se contaban, como es sabido, ni Karadzic ni MIadic.

Quede para el final lo que acaso es lo más importante. El tratado de Dayton cobró cuerpo en virtud del apoyo expreso de dos de los máximos responsables de los conflictos bélicos, y de su secuela de limpieza étnica, que han asolado la antigua Yugoslavia: Milosevic y Tudjman. Sólo en virtud de una lacerante ironía puede sostenerse que, con semejantes aliados, las grandes potencias están respaldando la multietnicidad. Los mismos Estados que durante la guerra le dieron la espalda a las gentes que defendieron con entereza la convivencia han optado por seguir el mismo camino una vez llegada la paz. Así las, cosas, y por brillantes que sean los ejercicios de autoexculpación, bueno será que una migaja de nuestra atención la dediquemos a examinar cuál es nuestra parte de culpa, de ahora y no ya del pasado, en la tragedia bosnia contemporánea.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y coautor del libro Los conflictos yugoslavos.

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