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La razón humilde

¿Votaría usted a un candidato que en la campaña electoral reconociera no tener respuestas a los principales problemas del país si, pese a ello, le dijera "confíe en mí, vamos a buscar juntos las respuestas y vamos a encontrarlas"? Supongamos que usted fuera el candidato. ¿Cree que podría ganar unas elecciones reconociendo en la campaña electoral que no tiene soluciones para los principales problemas del país?Planteo estas preguntas porque creo que hoy ninguno de los grandes partidos políticos de los países europeos tiene respuestas fiables a las cuestiones que más preocupan a sus sociedades. Y porque no lo reconocen. El problema del paro puede ejemplificarlo.

Los liberales a ultranza insisten en que el problema del paro se resuelve flexibilizando el mercado de trabajo. Es cierto que flexibilizar el mercado de trabajo facilita la creación de empleo, pero también reduce los salarios y convierte el problema del paro en un problema de desigualdad y de pobreza que, algo más tarde, se vuelve un problema de exclusión y de criminalidad que puede terminar cuarteando la sociedad. Pagar las ganancias de productividad con pérdidas de cohesión social es mal negocio a medio plazo. También es mal negocio lo contrario, es decir, tratar de preservar la cohesión social a base de perder productividad. Si se reparte el trabajo existente de manera que los costes laborales unitarios aumentan y la productividad y competitividad de las empresas se ven reducidas, a medio plazo también se reducirá el trabajo a repartir porque no se crearán nuevos empleos. El pan de hoy se volverá entonces hambre para mañana. Dicho en breve, unos y otros tienen media solución, pero ninguno tiene la solución entera. Y con las medias soluciones pasa como con las medias verdades, que pueden resultar las peores mentiras.

¿Es insólito que no dispongamos de soluciones contrastadas al problema del paro y a otros problemas de nuestras sociedades? En modo alguno. Vivimos tiempos de cambio, los problemas se plantean hoy de forma distinta a como se planteaban antes y las viejas recetas no valen. Encontrar soluciones nuevas no es tarea fácil. En la ciencia abundan las preguntas sin respuesta y el primer paso para superar esa situación suele ser reconocer la ignorancia. En política, sin embargo, tal cosa parece impensable. Ya sé que la ciencia y la política se parecen no más que un huevo a una castaña. Pero mientras el humilde método de prueba y error da en la ciencia buenos resultados, la ignorancia engreída que reina en la política está deteriorando la confianza en la razón y en la cooperación humana.

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Hoy en política nadie parece dispuesto a reconocer que no sabe. Para ocultar la ignorancia se niegan evidencias, se invocan pretendidos saberes expertos y se retuerce el lenguaje. Las gentes cada vez entienden menos lo que les dicen los políticos. Estos responden proclamando que sus soluciones son únicas. La gente quiere creer y termina haciéndolo. Pero los problemas no se resuelven. La gente, poco a poco, se dice: "No quieren o no saben", y la credibilidad de los políticos se resiente. Entonces empieza la segunda fase. La única vía de recuperar credibilidad es destruir la credibilidad del adversario. Como la credibilidad es personal, se deja de hablar de política para hablar de políticos. La personalidad desplaza a los programas. Los mensajes se simplifican y personalizan al máximo. El escándalo domina el foro. La credibilidad de todos baja y la gente deja de votar por y vota contra. ¿Resultado? Los problemas siguen sin resolverse y lo irracional progresa.

Este es el momento en que entran en escena los que no prometen resolver los problemas, sino castigar a los enemigos. Y, claro, comienzan por inventarse los enemigos: los políticos corruptos ... que siempre son los otros, los burócratas, Bruselas que nos meneja, la competencia desleal que acecha desde los cuatro puntos cardinales, los inmigrantes que crean paro, los gitanos, los catalanes, Madrid, los vascos. Estas gentes no ofrecen un camino al mañana, predican la marcha atrás. El rechazo de las nuevas tecnologías, el proteccionismo comercial, la estrechez nacionalista, el egoísmo ante la pobreza, el menosprecio a las mujeres, el racismo con los emigrantes, la recentralización del Estado y la arrogancia en política exterior.

Al final, la soberbia ignorante termina poniendo a la razón en entredicho. No creo que el problema de la política europea resida en que se estén borrando las diferencias entre el liberalismo y la socialdemocracia. No me parece nada terrible que los Gobiernos de centro-derecha acepten dedicar al gasto público más de un 40% del producto nacional, y tampoco que los de centio-izquierda abran nuevos espacios al mercado y reduzcan las industrias estatales. Lo que temo es que unos y otros se vayan acostumbrando a afirmar lo que no saben, a prometer lo que no pueden y a destruir su credibilidad mutuamente. El riesgo del cambio de época que estamos viviendo no consiste en la difuminación de las diferencias entre liberalismo democrático y socialdemocracia, sino en el retroceso de la derecha y de la izquierda razonables y en el avance de las actitudes irracionales.

Es tiempo, de nuevo, de defender a la razón, y para ello hay que empezar por humanizarla. La razón no impone, aconseja. La razón, antes, de aseverar, duda. La razón no es omnipotente como algunos tecnócratas presuntuosos pretenden, pero tampoco impotente como parecen desear los posmodernos. La razón no puede conocer todo, pero lo que se puede conocer se conocerá a través de la razón y no de otra forma. No hay que oponer razones y emociones, la neurología nos dice que no son cosas separables. No hay que ceder el campo de las emociones a los demagogos. Hay que cultivar las manifestaciones de la razón que infunden emociones de confianza y de esperanza. Una razón así, es decir, una razón humilde debe ocupar el centro de la política.

¿Y qué pasa con el contraste entre la izquierda y la derecha? Ser de izquierdas o de derechas es una cuestión de querer y de saber, es decir, de emoción y de razón al mismo tiempo. Son emociones lo que nos empuja a promover la igualdad en un caso o a dar prioridad a la retribución personal en el otro. Pero necesitamos razones para saber cómo conseguir lo que las emociones nos reclaman. Emociones nunca faltan, pero las razones, en estos tiempos, están confusas. Entonces pasan cosas curiosas, aparecen vates que cultivan las emociones de izquierda mientras hacen el trabajo sucio a la derecha, multimillonarios que la izquierda denigra y la derecha envidia, pero cuya filantropía descoloca a las dos, militantes sencillos que se sienten políticamente bisexuales porque no aciertan a casar sus quereres y saberes y, sobre todo, proliferan los sinvergüenzas dedicados a acaparar poder para sí mismos.

Nada de eso anula el contraste entre la izquierda y la derecha, pero le abre dos posibilidades muy distintas. Una es que se produzca entre ignorantes atrevidos y sinvergüenzas ambiciosos, la otra entre una izquierda y una derecha razonables. Si ocurre lo segundo, mi intuición es que ganará las elecciones quien se haya situado en el campo de la razón humilde. Si pasa lo primero, importará poco quién las gane.

Carlos Alonso Zaldívar es diplomático.

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