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Chaquetas verdes

Hacia los últimos años cincuenta, el aeropuerto de Barajas ocupaba el espacio de unos tres campos de fútbol, con algunas cabras al fondo, que se habían quedado sordas. El edificio, de una sola planta, albergaba el despacho de billetes, la facturación de equipaje, el mostrador para el registro de maletas, por carabineros generalmente enguantados; el control de pasaportes, el retén policial y una cafetería para todo el mundo.Si la noche anterior se había prolongado en una juerga flamenca -muy en boga-, no era extraño rematarla en algún piso particular, compartiendo el higball de coñac con alguna modelo de alta costura, una simpática manicura y la frecuente compañía de un comandante de Iberia o Aviaco.

Quien no tuviese entre sus amistades o conocimientos a una maniquí, un piloto o una vocalista de boite era bien poca cosa. Admiraba la entereza de aquellos aviadores, desayunando, en la mesa de al lado -y haciéndonos un guiño imperceptible-, un tazón de café con leche y el vaso de naranjada, apenas cuatro horas después de haber andado a gatas, sobre una alfombra, empeñados en embaular el trago, que nunca era el último.

Aquellos héroes, ahora civiles, tomaban los mandos de los superconstellations, recientes y acondicionadas fortalezas volantes de la última guerra. Ocho o diez horas de vuelo transatlántico, con saltos de Madrid a Lisboa, Azores, Terranova, Montreal, Nueva York, sin relevo. O más cercanos trayectos, en los sólidos bimotores, que referí en otra ocasión.

La gente de entonces era poca y de trato interactivo, como ahora se dice. Los viajeros, escasos y casi siempre los mismos. Mucho fraile, mucha monja, dando la impresión de una Iglesia itinerante y activista. Escasísimas las mujeres, que, si eran jóvenes y guapas -no puedo dar la razón del porqué-, nunca iban solas; tenía yo la impresión, injustificada, de que siempre había un señor mayor, rico y casado, que se ocupaba de sacarles el boleto.

Planeé, incluso, el guión de cine u opereta, donde interviniese una hermosa dama; de altísima alcurnia, que acudía, por vía aérea, a una, arriesgada cita de amor, en Mallorca, la que aún recordaba a Georges Sand. De riguroso luto vestida, el tupido velo cayendo desde el sombrero, porque en esa época las damas volaban con sombrero, elegantemente vestidas y acicaladas. El momento cumbre sucede al llegar al aeropuerto balear, llenándola de asombro, confusión y contrariedad una muchedumbre de fotógrafos al pie de la escalerilla, cosa entonces posible, habitual incluso. ¿Una fatal indiscreción? ¿Intriga palaciega, maniobra de la CIA o del KGB? ¿Conspiración contra ella, su amante o el esposo? Con el pulso desbocado y frío en el corazón, la viajera procuraba rezagarse, velada y misteriosa. Inútiles cuidados, precaución gratuita: los anticipados paparazzi se lanzaron sobre ella, leica en ristre, consumiendo bombillas en cientos de fogonazos. Unas vidas deshechas, consecuencias internacionales de incalculable calibre, castigo divino de su liviandad.

Descendió aquellos peldaños, le pareció el camino inverso de un patíbulo donde iba a ser sacrificada. Sin embargo, nadie conocía su identidad, ni le importaba un comino. El azar la colocó en la condición inesperada de la "turista un millón", huésped del alcalde, madrina de las cuevas del Drach, destinataria de vasos, jarras y damajuanas de vidrio soplado y presidenta del jurado que iba a elegir Miss Pitiusas.

Desde primeros de mes, el aeropuerto de Madrid ha variado su estructura, insistiendo en el erróneo vocablo "terminal" para designar el inicio de los viajes. Una copiosa e indecisa publicidad descarga sobre el usuario la responsabilidad de transitar por ese territorio comanche. El pasajero realiza la mayor parte de su periplo en avión, pero otra parte deambula por larguísimos pasillos o sobre cintas transportadoras.

Un error de elección puede ocasionar la pérdida del vuelo. Están mencionadas las "chaquetas verdes", sustitutas de las rojas, otrora familiares. Se encuentran a nuestra disposición, pero ¿cómo llegar a ellas?

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