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Pública intimimidad

Es clara la distinción entre lo privado y lo público, que no son cosas recíprocamente contrarias, sino distintas y complementarias (como, por ejemplo, lo masculino y lo femenino). Nada clara, y a menudo variable y movediza, es en cambio la distinción entre, por un lado, lo que puede y lo que debe mantenerse en el ámbito de lo privado y, por otro, lo que debe y lo que puede corresponder a la esfera de lo público. Un enterramiento o una boda, si no atendemos más que a su esencialidad, a su naturaleza intrínseca, son cosas íntimas que debieran formar parte del mundo de lo privado. Sin embargo, a lo largo de las últimas semanas se nos han dado -y los medios de comunicación nos los han presentado y subrayado con intensidad, amplitud e insistencia abrumadoras- ejemplos elocuentes de exequias y casamientos que, por motivos diversos, forman parte del mundo de lo público, recordándonos que, a menudo, lo íntimo no coincide con lo privado.Verdad es que, precisamente por tratarse de casos muy excepcionales, el altísimo grado de publicidad que en esos ejemplos se ha dado ha sido, a su vez, muy excepcional. Pero hay con gran frecuencia entierros y casamientos -para no citar tantos otros actos intrínsecamente íntimos- mucho menos llamativos en que la intimidad, movida por factores externos, se asoma a la publicidad, e incluso sale a ella sin la menor reserva, o bien es invadida por la publicidad y sustraída así, en medida mayor o menor, a la protección de la égida de lo privado, según sean conocidos los fallecidos o los contrayentes en círculos más o menos amplios.

También la firma de un contrato de trabajo es, en sí misma, un acto que forma parte de la vida privada; pero cuando el firmante es un artista o un deportista o un gerente cuyas prestaciones laborales son admiradas (o vituperadas o, simplemente, comentadas), fuera de su familia, de su empresa y del círculo de sus amistades, por cierto número de personas (entre varias docenas de éstas y varios cientos de millones), ese acto adquiere una publicidad que suele hallarse en consonancia con la correspondiente cifra de interesados y/o la de la remuneración pactada.

El derecho a la intimidad -que, esencialmente, es el derecho a mantenerla dentro de la esfera de lo privado, o sea, a no hacerla pública- está protegido en todas las sociedades civilizadas, y especialmente en todo Estado de derecho digno de tal nombre. El artículo 18 de la Constitución española ampara así expresamente el "derecho a la intimidad personal y familiar". Pero sabido es que no hay derecho que no tenga límites. En lo que al de la intimidad respecta, no merece la pena hablar aquí de los límites que, deliberadamente, le ponen sus propios titulares: aquellas personas que hacen pública voluntariamente su intimidad personal y/o familiar, física y/o moral, porque les interesa obtener, a cambio de esa publicidad, unos determinados beneficios. Pero es que hay otras cuyo derecho a la intimidad está limitado por la ley o por la costumbre (que tiene fuerza de ley). Los ejemplos más notorios son, en las monarquías, los de las familias reales. Pues el hecho de que algo esencialmente privado, como es la familia, constituya en ellas una institución de derecho público entraña una serie de limitaciones del derecho a la intimidad que resulta ocioso enumerar. Y la costumbre exige que, en los países cuya forma de gobierno no es la monárquica pero donde hay una dinastía o estirpe que conserva alguna posibilidad de ocupar el trono, esas limitaciones subsistan, aunque se amortigüen más o menos, según los casos.

Y no son solamente las familias reales. En monarquías o en repúblicas, son muchas las que, sin correr por sus venas la menor gota de sangre regia, tienen limitada -y, en ocasiones, muy seriamente- su intimidad porque uno o varios de sus miembros desempeñan en la vida pública (que no es tan sólo la vida política) papeles más o menos relevantes. Por razones de seguridad o por mil otras razones. Por ejemplo, una enfermedad. Aleccionado por el revuelo que, pocos años antes, había levantado en la opinión pública francesa la larga ocultación de la grave dolencia que llevó al sepulcro, en pleno ejercicio de sus funciones, al presidente Pompidou, el presidente Mitterrand anunció, apenas elegido, que haría públicos periódicamente unos comunicados médicos atestiguando el estado de su salud. En mala hora. Poco después de hacer el anuncio, le fue diagnosticado un cáncer de próstata, en vista del cual obligó a su médico a mentir pública y periódicamente durante más de 10 años. Cuando, en un libro que causó sensación, el facultativo confesó haber mentido, fue procesado y condenado por violación del secreto profesional, lo que no evitó que la opinión pública censurase severamente la mendacidad en que habían incurrido él, el presidente y quienes con ellos compartían el secreto de su mentira. Y en estos momentos en que se conmemora la desaparición, hace cien años, de Cánovas del Castillo, y en que tantos comentarios suscita la tan largamente esperada reapertura del Teatro Real, quizá no sea inoportuno recordar la trágica noche en que aquél, siendo jefe de Gobierno, obligó a la familia real, reina María Cristina incluida, a ocupar sus privilegiadas localidades para asistir ostensiblemente a la representación mientras Alfonso XII agonizaba en El Pardo. ¡Gajes del oficio! (Como muy estoicamente había exclamado este mismo rey comentando un atentado del que acababa de ser objeto).

Y si una próstata presidencial o unos pulmones regios son intimidades que legítimamente despiertan el interés público, ¿cómo no aceptar que lo despierten también la adicción al vodka o a la cocaína de otro presidente o de un deportista cuyo juego atrae decenas de millones de miradas y moviliza decenas de millones de dólares?

Si existe un servicio que sea típicamente público, es el servicio postal. No importa que uno de los secretos íntimos más sagrados, protegido en cuanto tal por la ley, sea el de la correspondencia. Pero es tan elevado el número de las personas -fisicas y jurídicas- que desean y necesitan comunicarse en privado cosas íntimas, que la satisfacción de este deseo y esta necesidad privados se convierte en materia de interés público, que sólo un servicio público puede atender. Del mismo modo que la necesidad personal, privada, de desplazarse, de instruirse, de informarse, de alumbrarse o de calentarse hacen del transporte, de la enseñanza, de la comunicación o del suministro de energía eléctrica sendos servicios públicos que se han convertido en tales a medida que ha aumentado el número de individuos que experimentaban las necesidades respectivas, cuya satisfacción ha pasado así a ser "de interés público" sin que esas necesidades hayan dejado de ser estrictamente privadas y aunque, en muchos casos, las entidades privadas las satisfagan más y mejor que las públicas; pero éste es ya otro cantar, y el poder público no puede dejar de velar para que el servicio se preste, en cualquier caso, adecuadamente.

Lo que está claro es que, según las circunstancias, y lo mismo que un servicio público puede y debe normalmente atendemos en nuestra vida privada sin sustraer de ésta nuestra intimidad personal y familiar, así también la intimidad de determinadas -y no tan pocas como generalmente se piensa- personas y familias es sustraída por el interés público de la esfera de lo estrictamente privado y legítima y forzosamente ha de sufrir -o gozar- una mayor o menor publicidad. Lo cual implica restricciones, a veces muy serias, a la libertad individual.

José Miguel de Azaola es escritor.

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