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El final de una ilusión

La época de las ilusiones se termina. El sueño de un mundo unificado por los mercados y que se proyecta hacia la prosperidad y la libertad se ha roto en pedazos. Las desigualdades y la precariedad se han visto acrecentadas por el reinado de los mercados y provocan reacciones sociales y políticas en aumento. Paralelamente se asiste a una multiplicación de las crisis financieras que resulta cada vez más difícil atribuir al control estatal de la economía. Entre los liberales radicales, que se vuelven cada vez más apremiantes, y los que instan a una nueva socialdemocracia la distancia se hace tan grande que es difícil ver de qué forma se podría llegar a compromisos.Desde hace tres años, el Fondo Monetario Internacional (FMI) -no sólo por los créditos que concede, sino también por el cambio de sus ideas- parece haber ido encontrando soluciones a las situaciones más difíciles, pero hoy día Corea, Japón y también Brasil son muy frágiles, aunque no haya que dar pruebas de un pesimismo excesivo. Estados Unidos, país ampliamente deudor, teme por sus tipos de interés, y Europa comienza a inquietarse ante una crisis que amenaza con reducir su crecimiento y en consecuencia con agravar sus problemas sociales, que ya son temibles.

Ante la degradación de la situación económica mundial, el desequilibrio visible en Europa entre el Tratado de Maastricht -reforzado por el pacto de estabilidad impuesto por Alemania- y las buenas intenciones sociales expresadas en Luxemburgo es cada vez más chocante, porque es peligroso. Esto hace indispensable acelerar nuestra salida teórica y práctica de la transición liberal en la que estamos inmersos desde hace 20 años, porque es preciso no dejar que aumente más aún la distancia entre la lógica financiera y las demandas sociales, distancia que amenaza al buen funcionamiento de la economía misma. Lo más urgente es salir de lo que Marx llamaba el reinado de la mercancía -es decir, la negación de las relaciones sociales de dominación- y de la separación tan evidente entre la lógica de la productividad y la de la rentabilidad, por emplear los términos de Manuel Castells en su gran libro reciente sobre la sociedad de la información.

Desde hace muchos años no se habla más que de racionalidad económica y de progreso técnico, y también de la necesidad de liberar la economía de las absurdas intervenciones del Estado. Y he aquí que se descubre la irresponsabilidad, la vanidad o la corrupción de muchos de los dueños de las empresas y de los bancos más dinámicos, y que el discurso convenido sobre el milagro japonés se agota después de diez años de estancamiento de este país y que se pone de manifiesto el endeudamiento más que excesivo de las grandes empresas coreanas. No se trata de poner en cuestión de nuevo la apertura mundial de las economías, pero hay que buscar el modo de restablecer un cierto control social y político de la economía.

¿Pero quién puede ejercer este control cuando se nos repite constantemente que los Estados nacionales han perdido su poder y se han vuelto impotentes frente a la mundialización de los mercados? Esta afirmación exige dos respuestas.

La primera es que esto es falso en gran medida. Cuanto más compleja y cambiante es una economía, más difícil es lograr un crecimiento duradero, y la importancia de esta idea proviene de que muestra hasta qué punto los equilibrios internos de una sociedad se han convertido en condiciones necesarias para el crecimiento de su economía. Estos equilibrios sociales no se mantienen espontáneamente: al contrario, la economía de mercado crea desequilibrios y fuerzas de acumulación y de exclusión que amenazan a los equilibrios básicos de la sociedad. Éstos, para ser restablecidos, requieren la intervención del Estado y de otros agentes propiamente políticos y sociales.

La segunda respuesta es que los centros políticos de decisión sólo pueden luchar contra ciertas consecuencias de la economía de mercado si son forzados a intervenir por demandas sociales organizadas que se expresan por la vía electoral, a través de los medios de comunicación, y, más directamente aún, bajo la forma de movimientos sociales organizados. Desde hace algunos años, vemos aumentar en Europa occidental el número de Gobiernos de centro-izquierda. Actualmente, sólo Alemania y España permanecen alejadas de este modelo dominante. La misma tendencia se manifiesta en los grandes países de América Latina, como México, que ha elegido a Cárdenas para la alcaldía de Ciudad de México, o Argentina, donde la candidata del Frepaso, partido de izquierda, ha obtenido la alcaldía de Buenos Aires, e incluso Chile, donde el candidato mejor si tuado para la próxima elección presidencial es el jefe de un partido de izquierdas. Francia, impulsada por sus tradiciones políticas, asiste a la reforma de una opinión política contestataria y que se opone al peligroso avance del Frente Nacional; y Alemania, por su parte, aunque apoya al canciller Kohl -que ha logra do la reunificación del país-, protesta contra las posiciones ultraliberales tomadas por el Gobierno de la CSU en Baviera.

Prestemos atención a todas las formas de reanimación de la vida pública, porque el silencio embotado de las opiniones públicas fascinadas por Internet y por el poderío de las empresas transnacionales se termina. El descontento, la inquietud y la protesta se hacen oír de nuevo. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando la parte del producto nacional que va a los asalariados ha disminuido masivamente -alrededor de un 10%- tanto en Alemania como en Francia, y cuando el salario real de los trabajadores menos cualificados ha disminuido en Estados Unidos, aunque este país está experimentando éxitos económicos sin precedentes?

Seguramente, el despertar de las opiniones públicas y de la acción política no son suficientes para despejar la amenaza de fractura de la vida económica. Es preciso que los principales Gobiernos y las organizaciones financieras internacionales intervengan, algo que estas últimas han comenzado a hacer, puesto que tanto el Banco Mundial como el FMI o el Banco Interamericano de Desarrollo sostienen hoy discursos muy diferentes de lo que se sabía de ellos hace por lo menos diez años. Pero la acción desde arriba y la que viene desde abajo se completan, y el señor Camdessus, director ejecutivo del FMI, hace bien en subrayar constantemente la urgencia de restablecer la fuerza y la capacidad de intervención de los Estados nacionales. De la misma manera, observamos con admiración el modo en que los sindicatos italianos, alemanes, suecos o suizos mantienen un discurso económico responsable pero que combate abiertamente las ilusiones del neoliberalismo.

Nadie puede desear que se ensanche el abismo que separa ya al mundo económico de los mundos político o cultural. Por tanto, es necesario hacer lo posible para que se forme una voluntad colectiva de poner fin al desarrollo sin freno del capitalismo, es decir, de la economía de mercado, mientras rechace todo control político y social de sus actividades. Hay que restablecer el control de los medios económicos por las finalidades políticas y sociales. No entremos en un debate teórico: sepamos, por el contrario, percibirlos cambios reales -visibles- de la opinión al mismo tiempo que la gravedad de las crisis que sacuden a los sistemas financieros de países tan importantes como Japón, Corea del Sur y Brasil, sin mencionar siquiera naciones cuyo peso es menor, como Tailandia o Indonesia.

La tormenta se escucha casi por todas partes, excepto en Estados Unidos, y en todos los países, incluido Estados Unidos, aumenta el temor de una crisis económica,grave que incrementaría la pobreza, la desigualdad y la exclusión de una manera insoportable. El largo silencio de la época neoliberal debe terminar y el debate público sobre los fines y los medios de la economía debe revivir. No perdamos más tiempo.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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