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Desdén por desdén

Se supone que el teléfono es algo incorporado a nuestra existencia de forma casi tan imperativa como los servicios de la Sanidad; la prueba es la proliferación de los sucedáneos -todavía en fase de experimentación, sorprendentemente sufragada por los usuarios-, que son los portátiles, digitales o como quiera que los llame una dudosa publicidad. De aquellos pintorescos aparatos adosados a la pared, el auricular pendiente de un cable y la bocina incorporada, con un manubrio para llamar la atención de la centralita correspondiente, hasta nuestros días el progreso parece evidente. Aunque la eficacia es engañosa: sólo ha mejorado o cambiado la morfología. Ni siquiera el color ha tenido más renovación, en las series, que mudar el severo negro, nigérrimo; no había tono más negro que el del teléfono, por una imperceptible gama que va del blanco al hueso o beige.Eso, en el aspecto externo. En el funcionamiento se ha iniciado un retroceso que convierte su eficacia en algo problemático: se averían con gran frecuencia, especialmente los instalados en Madrid. Debe ser porque hay muchos y los ciudadanos caemos en la abusiva manía de utilizarlos, a veces sin ton ni son. De repente, fuera de causa exterior diagnosticable, nuestro teléfono queda mudo, con una plúmbea afonía, parecida a la de la muerte. Acabamos de hablar a su través, o nos han llamado y, en un instante, aquello se convierte en objeto inerte, inservible. Revisamos la conexión, manipulamos cuidadosamente la clavija, damos unos discretos golpecitos en la carcasa y recurrimos filosóficamente a la prudente espera, con la confianza puesta en que se trate de avería general, algo que afecte a nuestra casa, a la manzana entera, al barrio en que vivimos. Parece que las catástrofes colectivas amortiguan el padecimiento individual y siempre habrá quien se ocupe de restablecer la sobresaltada normalidad.

Vana esperanza. Preguntamos al vecino, cuyo servicio no está afectado, para llegar a la desoladora conclusión de que la desdicha nos ha escogido entre cinco millones de habitantes. Sin duda las estadísticas, de haberlas, confirmarían que este suceso se produce, de forma muy generalizada, durante los fines de semana, como las averías en la luz, el gas o el agotamiento de la bombona de butano. En este caso, ¿quién puede escatimar al repartidor que vemos en la tele -sospecho que sea el único- ese merecido descanso hebdomadario al que, por ley, tiene pleno derecho?

Mi pluma destila una experiencia reciente. A las cinco, a las cinco en punto de la tarde del último viernes, en todos los relojes comprobé el incomprensible desvanecimiento de la línea telefónica que me une al mundo exterior. Las necesidades y urgencia propias no son argumentables, pues también Purita o el niño Rogelio tienen similares exigencias. Desde una cabina callejera llamé al número que Telefónica, por no se sabe qué hipocresía, ha cambiado la denominación de "averías" por algo como "atención al cliente", con redomado sarcasmo. Debe funcionar un sofisticado sistema de telepatía, pues la voz que responde con afabilidad afirma tener conocimiento del asunto; los servicios idóneos acudirán con la mayor presteza. Imagino que es un contestador mecánico, pues nadie, salvo yo, pudo haber notificado la interrupción.

A las diez y media de la noche, vuelta a la calle y nuevo contacto con el mismo 004 (licencia para engatusar), y reiteración de la pronta llegada de la expedición de socorro. Lo mismo ocurrió a lo largo de toda la mañana, tarde y días sábado y domingo, con el oído y la atención tensos, a la espera del timbrazo que anuncie la llegada del técnico. A las 48 horas, los denuestos, las blasfemias y el propósito de subvertir el orden establecido aumentaban, al ritmo del inútil gesto reflejo de levantar el auricular, en espera del milagro, la vuelta del tono que fue. Llegué a pensar -¡fíjense a qué extremos lleva la desesperación!- que aquello entra en el orden de las cosas como ahora son y no puede sorprendernos que casi nada funcione. Si algo, por ejemplo la Justicia, ha llegado a tales grados, ¿qué vamos a esperar de servicios públicos, empeorados tras una privatización incompetente? Sólo falta que alguien diga, que si no estamos conformes, nos larguemos. Pero, ¿adónde?

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