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Tribuna
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El espejo de Circe

Sucedió en la travesía de San Mateo, y si no llega a ser por aquel anuncio, jamás habría formado parte de tan inusual espectáculo. Las letras de la cuartilla que cayó en mis manos eran grandes, desordenadas, de colores no sé si , originales o imperceptibles. El caso es que me llamaron la atención el nombre y el lema de aquel antro: "El espejo de Circe. Su lado oscuro".En un principio me sonó a sex-show, pero como cualquier lector empedernido de Lovecraft (aunque admito que con algo más de soledad y alcohol en el cuerpo de lo corriente) 1 acepté el envite y decidí hacerle una visita.

Cuando llegué me recibió un hombrecillo tan vulgar y educado, tan insulsamente servil, que bien pudiera haberse confundido con uno de los adornos de la puerta. Me hizo pasar a una sala donde ya había muchas personas sentadas, esperando a que comenzara la actuación. Eran hombres de mediana edad, algunos de ellos venidos de fuera de Madrid sábado-, a los que se les adivinaba una prisa húmeda, resignadamente libidinosa. En realidad, todo aquello era muy poco siniestro. En los carteles que había pegados en la pared ' detrás de la barra del bar, pude ver unas chicas de anatomía ciertamente generosa, con carita tonta y sonrisa forzada. El ambiente era ruidoso y lleno de humo, casi alegre, y mis más frívolas sospechas acerca de la naturaleza del lugar en que me encontraba comenzaron a confirmarse. Al rato, las chicas del cartel aparecieron en el escenario a hacer de las suyas. "¿A que están buenas?", me dijo alguien, y yo debí asentir fingiendo un elegante desinterés.

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Pasé allí un rato. Y ya iba a marcharme cuando el mismo tipejo (ahora lo recuerdo) que se dirigiera a mí momentos antes espetó a través de su sonrisa hueca y escasa de dientes: "Si le ha gustado esto, espere a ver a Circe". Entonces recordé de golpe qué es lo que había ido a buscar a aquel sitio. Circe: la hechicera que valiéndose de sus encantos transformó en cerdos a los compañeros de Ulises, mientras éste se dejó amar por ella para vivir durante un año en su palacio. ¿Cuál de aquellas mujeres (camareras, bailarinas exóticas, quizá prostitutas) Podría encamar a Circe? No era capaz de imaginarme allí-entrerisotadas y olor a tabaco, 0 muchachas ligeritas de ropa soportando conversaciones de muy dudoso gusto- cualquier tipo de magia o sortilegio. Era por eso que me mostraba distanciado; sabiéndome impregnado de un interés por lo tenebroso que, como ya he reconocido, quizá estuviera alimentado por un exceso de soledad y de invierno.

Pero por fin llegó la hora de Circe. Decoraron el fondo del escenario con espejos, de manera que la bailarina que actuara en él se viera reflejada en todos ellos y el público pudiera verla desde cualquiera de las perspectivas imaginables. Las luces bajaron su intensidad y entró ella. La sorpresa me llenó de indignación, aunque al instante estallé en una carcajada: la bailarina era una chica morena -muy hermosa, eso es cierto- que hacía un numerito con un gato negro; el gato se dejaba acariciar y luego le rasgaba la tela de los velos transparentes para luego... "¿Ya está? ¿Eso es todo?", pregunté, pero la gente disfrutaba del espectáculo. Gritaban, reían, hacían efusivos comentarios, y los que estaban más cerca agitaban billetes en el aire. No acababa de anidar en mí la decepción cuando, al girar la cabeza, me di cuenta de que me reflejaba en uno de los espejos. Y conmigo el gato. Y mi ojo en el suyo. Y el suyo en el cristal. Y yo, en el cristal, con el ojo del gato. ¡Yo en el ojo del gato! Yo gato.

Circe me acercaba a su cara, me susurraba al oído, me apretaba cariñosamente contra sus redondos, firmes pechos. E incrédulo, yo, me observaba como hombre desde el animal: sentado en una de las mesas de la izquierda, el cigarro colgando de lo i s labios, las manchas de nicotina y la vista cansada que decía, a quien mira se, secretos acerca de un niño que nunca jugó bien al fútbol, la primera novia o la adolescencia sosa y torturada, la intransigencia de sus padres, la muerte de su madre (Circe me seguía acariciando). Y el joven que creció y se enamoró de una vecina, mayor que él, que le aceptaría en su cama para luego rechazarle porque no creía que lo de ellos tuviera futuro. (Circe me acariciaba a mí, el gato, y decía: "Yo nunca te hubiera hecho eso, cariño"). Y si uno no se cansase de mirar, seguro que seguiría percibiendo la anodina seguridad del matrimonio refleja da en su cara, la insoportable dedicación que le otorgaba su mujer, y, por supuesto, la confusión, porque a pesar de todo la quiere... Sí, lo seguirían viendo. ¡Me seguirían viendo!

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La música disminuía, lánguida, y ya no golpeaba las paredes: el espectáculo acababa. La luz desapareció y con ella el reflejo y mi transformación. Un sudor frío recorrió mi cuerpo humano mientras salía corriendo del local. La decepción de antes se transformó en asombro. Más tarde en terror.

Aun hoy, cuando paseo por la calle, me horroriza la idea de que, con sólo observarme, alguien pueda saber quién soy realmente. Por eso, ahora camino mirando al suelo para, así, ni reconocer ni ser reconocido. Además, ya no soporto a los gatos, todos tan negros como el de Poe.

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