Disparates de buena voluntad
Los esforzados por la corrección política, esa nueva moda tan anodina como agresiva de nuestros tiempos, son en general gente triste, poco original y en ocasiones incluso muy limitada. En el Reino Unido quieren prohibir ahora la caza con perros. Nos dejarán sin las preciosas imágenes de las jaurías que durante siglos han saltado los muros en los preciosos campos de la más bonita Inglaterra.Y como suele pasar, todos estos encantadores bienintencionados del mundo rico y bienpensante, de los personajes urbanos que tienen que dedicar su ocio a rescatar la ética de quienes no quieren ser rescatados, van a salvar a cinco zorros y tres gamos y condenarán a muerte a miles de perros de caza que viven precisamente de eso, de cazar, lo que ahora les van a impedir. Por amor.
Como, si no cazan, sobran, pronto tendremos a todos estos perros, que tienen un alma al menos equiparable a la de la mofeta o el zorro y una sensibilidad ecologista similar, abandonados en las carreteras, ahorcados por sus dueños o formando grupitos de perros asilvestrados muy gamberros y dedicados a matar ovejas o reses que, por cierto, tampoco tienen ninguna culpa de que los urbanitas bienintencionados se hayan lanzado a dar la lata.
Pero no hace falta ser un defensor a ultranza de la caza del zorro para aborrecer estas imposiciones de las almas más sensibles y obedientes de las modas al uso. Porque los fieles a lo que sea surgen por doquier. Unos condenan a muerte a los españolistas en ETA y HB. Otros defienden la ablación en los países islámicos. Otros condenan a todo cubano que se empeño en quedarse en la isla o no pudo salir y, por tanto, no entró en la gloriosa senda del exilio. Y hay quien piensa que todo es cuestión de tener fe en los efectos curativos de una doctrina que adivinan tras los actos de Cánovas del Castillo.
Cada uno con su peonza. Hasta ahí, todo perfecto. Los mitos y creencias son tan libres como el miedo. Lo malo es esa maldita tendencia a imponérselo a quienes no han caído en la cuenta ni tiene intención de ello.Quienes no juegan como quieren nuestros pensadores dominantes suelen verse defenestrados por los jefes del juego, y muchas veces no sólo en sentido metafórico. Y todo ello se ve agravado dramáticamente por el hecho de que los que disienten con más fuerza de estas tonterías tan militantemente defendidas son otros fanatiquillos de la orilla contraria.
En los últimos años, coincidiendo con la caída de los regímenes más botarates, y por ello más canallas a la hora de imponer conductas, se ha extendido en los países ricos, en Estados Unidos en particular, una dichosa manía de querer salvar vidas contra la voluntad de los afectados. Surgen generaciones dispuestas a forzarnos a costumbres probablemente muy saludables, pero en todo caso no deseadas por los que no quieren bailar con la cortesía del nuevo mundo homologado.
Joseph Roth, aquel melancólico y tierno austro-húngaro, se bebió un lago de absenta en París para dinamitarse el hígado. Ninguno de sus amigos fue tan ordinario como para robarle las botellas y salvarle la vida unos días. Aún guardaban las formas, lejos de la añorada Viena.
Hoy no hay tanta elegancia como en aquella Francia que esperaba la invasión alemana con una mezcla de temor y coquetona ansiedad. Hoy, en la política internacional y en las relaciones humanas, parece haber un terrorífico miedo a destacar. Conviene no levantarse el primero de las comidas, no fumar en California y no decirle a nadie del PP que ciertas cosas en España no van bien.
Hoy, aquí y en el Reino Unido, en todos los países donde comer no es problema, hay gentes que nos quieren redimir. Es una lata. Más aún, es una plaga.
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