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Mucho más que un proceso

Alguna sociología crítica atribuye al derecho penal y sus formas de intervención la fragmentación o la disimulación del conflicto. Un cierto efecto pantalla, pues, a pesar de la radicalidad que sugiere en el abordaje de los hechos objeto de su interés, no evita la permanencia de éstos en sus constantes estructurales de fondo. Ocurre, sin embargo, que lo que visto desde fuera puede parecer un defecto expresa uno de los valores centrales del derecho penal de inspiración liberal democrática. Esto es, la exigencia de que limite su acción a conductas con perfiles suficientemente netos y distintos.La consecuencia inevitable es cierto forzamiento de la realidad extrapenal, de la que la mirada jurídica recorta y selecciona algunos segmentos mientras deja otros de lado. Esto, que en el caso de delitos simples no crea mayor problema, puede producir perplejidad en los más complejos. Y es que, en ellos, lo que se toma como hechos típicos susceptibles de pasar a los hechos probados podría ser sólo una muestra criminalizada de un universo subyacente que, como tal, queda fuera del radio de actuación de los tribunales. En tales supuestos, el inevitable carácter fragmentario de la realidad penalmente abarcada puede generar una percepción de parcialidad muy próxima a la injusticia. A pesar de que el dato responda a la previsión legal y a la propia naturaleza del instrumento punitivo.Estas observaciones son de una pertinencia manifiesta en el caso Filesa una vez conocida la sentencia de la Sala Segunda. Primero, porque ésta deja fuera de foco la magmática situación de ilegalidad en que, al parecer, han campado -y no se sabe si campan- los partidos en materia de financiación. Que no es una cuestión banal. Y, segundo, porque la natural selectividad del instrumento penal vigente circunscribe el área de las responsabilidades a una categoría de sujetos, cuya sola mediación no permitiría explicar, precisamente, los aspectos más esenciales del recusable fenómeno.

Es decir, en una consideración externa y extrapenal: no la financiación ilegal de los partidos, sino ni siquiera la del PSOE quedarían eficazmente explicadas, en su realidad objetiva, en la sentencia que nos ocupa. Pues, en ella, de la segunda, se hace visible sólo algún plano de actuación y no del primer nivel. Y, en consecuencia, de la primera sólo hay una muestra (parcial), aunque significativa.

Ahora bien, ¿qué decir de le resolución a examen, jurídicamente considerada? Hasta la fecha ha recibido dos tipos de críticas. Una se cifra en la pura denuncia de injusticia, y, en ella, e énfasis en la descalificación suele exhibir más que ocultar algo tan inadmisible como la falta de lectura del texto que se demoniza. La otra entra en el contenido de mismo, argumenta y debate, contribuyendo a crear opinión pública informada. Ésta es la que merece ser tomada en cuenta.

La sentencia considera probada la realización de hechos que constituyen un delito electoral, consistente en la inyección irregular de fondos en las campañas de 1989. Delito-fin, porque para su materialización había sido necesario crear una trama organizativa (las conocidas sociedades de fachada) y el desarrollo de ciertas actividades (una masiva simulación de actos documentados); entre ellas, las dirigidas a generar una apariencia de regularidad empresarial frente a la Hacienda pública. Actividades éstas susceptibles de integrar, a su vez, otros delitos-medio. Lo que evidencia de manera inequívoca, en cualquier caso, la existencia de todo un plan criminal. Y es que la obtención de dinero por esa vía asociativa, aunque en sí misma pudiera no haber sido delictiva, pasaba, necesaria y previsiblemente, por poner en práctica toda una cascada de otras conductas que sí lo son.

La sentencia ofrece un relato, cierto que no brillante, pero luminoso a la hora de ilustrar sobre un modus operandi que, incluso a estas alturas, no deja de producir escalofríos. Y podrá no ser muy precisa en el uso de alguna terminología mercantil, pero lo cierto es que acredita la creación ad hoc y la existencia y operatividad de tres entidades (Filesa, Malesa y Time Export) y otras dos (Distribuidora Exprés y Tecnología Informática) objetivamente interrelacionadas e instrumento evidente para la captación y desviación de un volumen de fondos que en dos años superó los 1.000 millones.

Ahora bien, ¿cabe decir de esta trama que tuvo como fin real allegar fondos destinados a sufragar los gastos del PSOE en alguna campaña electoral? La verdad es que el montaje sólo podía tener esa finalidad o la, más general, de contribuir a la financiación del partido. Algo que, desde el punto de vista penal, no es lo mismo, ya que lo segundo no habría sido delito. Pues bien, la sentencia podría haber sido más clara en la exposición de los hechos y, sobre todo, en la justificación del tratamiento dado a los datos probatorios, pero en modo alguno opera en el vacío. El fallo, en este punto, encuentra apoyo en la verificación de que las dos últimas sociedades citadas sufragaron gastos electorales del PSOE mediante dinero obtenido de Filesa, a la que facturaron, entre otros, por conceptos inequívocamente relacionados con actividades de propaganda por correo.

Por lo que al delito de falsedad se refiere, es cierto que el Código Penal de 1995 reserva a las autoridades y funcionarios el delito que se comete "faltando a la verdad en la narración de los hechos" (artículo 390, 4º). Pero no puede perderse de vista que mantiene, sin restricción en cuanto a los posibles sujetos, el consistente en la "simulación de un documento -mercantil- en todo o en parte" (artículos 390, 2º y 392), que retrata la conducta consistente en producir facturas, que son falsas, no porque en ellas se hubiera hecho figurar algún concepto carente de referente real, sino falsas de toda falsedad. Tanto como la castiza "peseta de madera", por la sencilla razón de que no había trabajo alguno o mercancía valorable que pudiera haber sido objeto de las mismas.Y está, por fin, el delito fiscal. Aquí se ha reprochado al tribunal, como algo atípico, que siguiera el dictamen de los peritos de Hacienda. Pero, cuando esto sucede una vez que la pericia ha sido expuesta abiertamente a la contradicción por las defensas y no resulta -a lo que parece y según el juicio razonado de los magistrados- eficazmente cuestionada, la objeción no tiene demasiado fundamento. En la práctica judicial sucede todos los días que, en cuestiones técnicas, tras su discusión, se decida hacer prevalecer alguno de los informes emitidos, sin que eso suponga el desplazamiento de la decisión como tal sobre sus autores. Por lo demás, dado que la trama objeto de enjuiciamiento había sido predispuesta para operar mediante subjetividades jurídicas puramente pro forma y en negocios ficticios, pero con dinero bien real obtenido al margen de la ley y para fines ilícitos, parece imposible que, al fin, no hubiera entrado en juego el delito fiscal.

Así, pues, la sentencia del caso Filesa es, obviamente, discutible, pero en modo alguno un disparate. Y no es jurídicamente injusta. O no lo es más que pueda serlo el derecho que aplica.

Ahora bien, dadas sus connotaciones, el asunto tiene una consistente dimensión político-moral, difícil de eludir. Situados en este plano, me parece rechazable de entrada el envilecedor argumento del "tú también", "tú antes", "tú más", o el de que "todos lo hacen" o "lo hacemos". Primero, porque, puestos a aplicar ese criterio de justificación, ésta podría serlo de cualquier cosa y no tendría por qué quedar en el círculo de lo político. Pero, sobre todo, porque los actos masivos de ilegalidad que se han juzgado se dieron en el contexto de un modo de entender la política que se había ofrecido a los electores como portador de una diferencia específica. Es decir, como garantía de la oportunidad (histórica) de acceder colectivamente a algo distinto. Por otro lado, y no es lo menos importante, las acciones criminales de referencia se cometieron no por cualquier partido, sino por el partido de Gobierno, con todo lo que esto implica.

No se trata de hurgar en la herida, que, por lo demás, lacera un cuerpo, el de la política en acto, que es el de todos. Pero la contemplación de los datos que la sentencia pone por escrito y, piénsese de ella lo que se piense, con indudable objetividad debe mover a una reflexión. Y más cuando, después de haberse aplazado el juicio político al momento de la decisión del judicial, se busca abiertamente la deslegitimación de éste. La reflexión es que ahora se entiende mejor por qué la política, que tiene claramente reconocido un marco constitucional de acción, no puede, sin embargo, pretender ser autónoma de unas reglas de derecho cuyo origen, democrático, está en la misma soberanía popular. Lo contrario lleva a situaciones tan aberrantes como la producida en este caso: mientras se reclamaba, en abstracto, la manida "autonomía de la política" frente a determinados controles de legalidad (e incluso políticos), se la hacía depender en concreto de los nada desinteresados donantes del dinero ilegal. Grandes bancos y sociedades, que, como es sabido, se rigen por la lógica del beneficio y difícilmente darían nada si no es a cambio de algo.

Por eso, la sentencia de la Sala Segunda tal vez cierre definitivamente el caso en la vertiente jurídica. Pero deja en pie interrogantes de fondo que no deberían ser desatendidos. Al menos por quienes crean que hechos así no deberían repetirse. Algo que -me parece claro y desasosegante-, a juzgar por el tenor de las actitudes más representativas, no puede decirse garantizado.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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