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Una gran Europa sin política

El Parlamento Europeo inició el pasado miércoles el proceso de ratificación del Tratado de Ainsterdam. Estoy convencido de que debe hacerlo por dos razones: para que no se malgasten los flacos progresos que este tratado marca en el camino de Europa y para que no se produzca una crisis que sólo beneficiaría a los enemigos de Euro pa. Sin embargo, nunca ha sido tan evidente como hoy la diferencia entre los progresos de la integración económica y la ampliación geopolítica de la Unión Europea, por un lado, y la debilidad de sus instituciones, por el otro. En Amsterdam se habría debido cerrar, al menos en par te, esta diferencia. Pero se ha desperdiciado la ocasión. ¿Por qué? ¿Y qué se puede hacer para enmendar este semifra caso? Con la cumbre de Amsterdam se clausuraba solemnemente la conferencia intergubemamental para la revisión del Tratado de Maastricht. El orden del día estaba claro: reformar las instituciones para dejarlas en condiciones de poder gobernar la gran Europa que se alcanzará con la ampliación de la Unión a los países ex comunistas, y la nueva unión económica y monetaria, que nacerá después de la moneda única. La agenda era densa: componer bajo un único arquitrabe las tres pilastras de la política económica, la exterior y la de seguridad; dar al Gobierno de la Unión una gran capacidad de decisión, aligerando las estructuras y sustituyendo, en materia estratégica, el principio paralizador de la unanimidad por el de la mayoría cualificada, y aumentar el grado de democratización de la Unión reforzando los poderes del Parlamento Europeo.

Después de tres años de negociaciones, conferencias, cumbres, memorándum, sumándum, sustraendum, dividendum y multiplicandum, la conferencia intergubernamental ha concluido en agua de borrajas. Hay quien, a pesar de todo, se considera satisfecho. Es verdad: la política exterior de la Unión sigue siendo imaginaria, pero habrá un personaje superfluo que fingirá que la representa. Es verdad: en las decisiones esenciales se mantendrá la unanimidad, pero se podrán votar por mayoría las que no cuentan. Es verdad: el número de comisarios permanece invariable, pero hay una promesa solemne de que no aumentará mucho. Es verdad: no habrá un Gobierno de la economía, pero se dedicará un capítulo al empleo. Cuando no se pueden dar grandes pasos, se dan pasitos. Lo cierto es que algunos de los procesos que ya están en marcha avanzan a grandes pasos, y no a pasitos. Se ha puesto en marcha el proceso de ampliación de la Unión Europea a los países de Europa Central. Se ha puesto en marcha la unión monetaria. Europa, por tanto, crecerá como espacio geopolítico y como potencia económica. Y permanecerá inmutable como estructura política, con sus instituciones débiles, complicadas y aproximativas. En Amsterdam, los 15 Gobiernos han suplido este dramático fallo real con decisiones virtuales.

¿Dónde está la causa de esta impotencia tan deprimente? ¿Se encuentra en la contradicción que hay en la base del acercamiento intergubemamental? ¿En el hecho de que se pida a los Gobiernos (y a sus funcionarios) que instituyan poderes que los limitan y los trascienden? Por supuesto que sí. Pero detrás de este rechazo estructural hay una causa histórica más profunda: es el agotamiento de las reservas de energía política propulsora de los Estados nacionales europeos. Ya puede Tony Blair predicar la buena nueva de la renovación, pero cuando, habla de las celosas prerrogativas -"internas" del Estado nacional en materia de política económica se parece más a un líder británico del siglo XVIII que a uno del año 2000. Y tampoco se queda corto Lionel Jospin, que a la vez que destapa, justamente, el problema del "Gobierno económico" europeo, se cuida mucho de provocar las susceptibilldades galas abriendo el archivo de las reformas políticas. Y lo mismo ocurre con el más denodado y coherente defensor del europeísmo, el canciller Kohl, pues ¿acaso no ha hecho que la reforma política pase en Amsterdam a un segundo plano respecto a esa perspectiva de ampliación que parece haberse convertido en la más acuciante prioridad nacional alemana? Los Estados nacionales europeos, en estos días de globalización y de grandes superpotencias mundiales (Esta-dos Unidos, Japón, pronto China, y antes o después, de nuevo, Rusia), recuerdan cada vez más a los pequeños Estados provinciales italianos (Venecia, Florencia, Milán) en la época de la formación de la Europa moderna, con sus jóvenes Estados nacionales: España, Francia, Inglaterra. Entonces, la rica Italia producía una amplia gama de bricoleurs diplomáticos, comprometidos en la más sutil e intrigante defensa de lo existente. The best, the brightest, los mejores, los más brillantes. Nosotros, los italianos, no hemos sacado un gran provecho. Quizá la inteligencia individual era proporcional a la estupidez institucional. Lo cierto es que Italia tuvo que sucumbir ante las grandes potencias europeas, igual que hoy Europa se arriesga a sucumbir ante una superpotencia mundial. Piensen lo que piensen los minimalistas, con los pasitos de Amsterdam nos arriesgamos a alejamos de un éxito positivo de la gran aventura europea de este siglo, en lugar de acercamos a él. Por el desfiladero que se está abriendo entre economía y geografia, por un lado, y política, por el otro, pueden despeñarse no sólo el sueño de la unión política, sino también la realidad del mercado único. Un mercado y una moneda sin Gobierno son algo nunca visto. O entra en escena la política o, antes o después, saldrá el mercado. La verdad, por tanto, es que estamos construyendo una Europa económicamente más poderosa y geográficamente más grande, pero sin una cabeza política. Por lo que yo sé, sólo san Dionisio logró, una vez decapitado, dar más de diez pasos, según cuentan las crónicas (pero, como se ha subrayado astutamente, sólo el primero constituía un problema). El milagro europeo no debería consistir en caminar sin cabeza ., sino en construir una que ponerse sobre los hombros. Esta exigencia se advierte, por lo general. Pero en cuanto a la forma de satisfacerla se perfilan y se separan dos escuelas de pensamiento. La primera (llamémosla, con deferencia, escuela realista) propone que se retome el hilo roto en Amsterdam, tejiendo de nuevo, pacientemente, una nueva conferencia intergubemamental especie de Amsterdam dos) para realizar in extremis, en el momento de la apertura de las negociaciones para la ampliación y de la creación de la unión monetaria, unas condiciones mínimas de gobernabilidad política. La segunda (llamémosla, afectuosamente, utópica) sugiere que se( cambie decididamente dé rumbo: que se abandone el método estéril de las negociaciones intergubernamentales -el que a si debido tiempo transformó en inofensiva lagartija el cocodrilo del proyecto constitucional impulsado por Altiero Spinelli- que se retome aquel audaz proyecto de una iniciativa democrá. tica por la que el Parlament Europeo se otorgue a sí mismo, en la próxima legislatura, los poderes de una Asamblea Constituyente de la Unión, de la que podrán emerger más tarde las nuevas estructuras de un poder federal: un verdadero Gobierno y un verdadero Parlamento Europeo.

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Creo que tanto el camino realista como el utópico carecen de salida. Siguiendo el primero se corre el riesgo de desembocar, una vez más, en un callejón sin salida: ¿por qué iban a ser los Gobiernos capaces de hacer ahora lo que no han conseguido en más de dos años? Siguiendo el segundo se corre el riesgo, como ya ha sucedido, de llegar quizá a un texto solemne, para después tirarlo a un pozo. Lo cierto es que ni los Gobiernos ni el Parlamento, por sí mismos, están en condiciones de "generar". Quizá entre los dos (es un decir) la cosa pueda salir mejor.

En la práctica, un camino viable es el de un acuerdo político entre Gobiernos y Parlamentos para que en. la próxima legislatura europea se active un proceso de codecisión constitucional. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que se transmita la redacción de un proyecto de Constitución de la Unión -establecido de antemano en un documento orientativo de la Comisión de Bruselas-, basándose en ese acuerdo, al Parlamento Europeo y a los Gobiernos de la Unión. Y que se convierta en el objeto de un enfrentamiento negociador entre los dos poderes, como ya ocurre con muchos textos legislativos. Obviamente, el texto final debería someterse a la aprobación de los Parlamentos nacionales para que lo ratificaran.

Se trata de un trayecto a la vez innovador y razonable. En efecto, hay que evitar que las iniciativas fértiles tomen las de Villadiego. Pero también hay que evitar que, por un mal entendido exceso de realismo, continuemos arando durante mucho tiempo surcos que no conducen a ninguna parte. De no encontrarse una respuesta política a los dos grandes desafios, el de la unión monetaria y el de la ampliación, todo el proyecto europeo correrá el riesgo de desintegrarse.

Un renovado compromiso con la reactivación de la Europa política debería implicar, sobre todo, a las fuerzas de la izquierda, de las que es lícito esperar un mínimo de valor innovador. El riesgo del hiperrealismo es el de mirarse demasiado el ombligo y entretanto perder la cabeza. Sólo san Dionisio se lo podía permitir.

Giorgio Ruffolo es eurodiputado socialista.

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