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Tribuna
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La algarabía

El Supremo resolvió ayer no suspender la ejecución de su sentencia del 28 de octubre sobre el caso Filesa y ordenar la entrada en prisión de seis condenados, entre ellos el ex senador Sala y el ex diputado Navarro. La decisión se prestaba a diferentes interpretaciones. De un lado, la regla establecida por la Ley de Enjuiciamiento Criminal es la ejecución de las sentencias una vez sean firmes (como ocurre en este supuesto). De otro, los tribunales han hecho excepciones en favor de la suspensión, bien a la espera de que el Gobierno se pronuncie sobre una petición de indulto (acaba de solicitarlo el ex diputado Carlos Navarro), bien hasta que el Constitucional resuelva los recursos de amparo (el plazo para interponerlos acaba el próximo viernes). El Supremo ha ejercido, así pues, sus competencias discrecionales: ningún precepto ordena suspender la ejecución de las sentencias firmes en supuestos determinados, ni tampoco existe una doctrina jurisprudencial al respecto.A los defensores de la suspensión de la sentencia no les faltaban, sin embargo, buenos argumentos: la circunstancia de que el Supremo haya actuado como instancia única en este juicio refuerza la importancia del recurso de amparo ante el Constitucional. La inmensa mayoría de los condenados en un proceso penal tienen la oportunidad de recurrir a una instancia superior para conseguir una revisión de la sentencia. Sin embargo, los parlamentarios, gobernantes o magistrados aforados en el Supremo se hallan sometidos a una sola instancia. Ahora bien, el Constitucional no es la segunda instancia de estos casos: la jurisdicción propiamente dicha agota su recorrido en el Supremo. Los magistrados constitucionales no se pronuncian sobre la legalidad de las sentencias, sino acerca de la violación de los derechos fundamentales de los condenados. De añadidura, ni los recursos de amparo son admitidos automáticamente a trámite (el porcentaje de los rechazos es cada vez mayor), ni su aceptación lleva aparejada inevitablemente la suspensión de la sentencia, ni la resolución final tiene -obviamente- que ser favorable a los recurrentes.

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No resulta demasiado edificante, por lo demás, que un justiciable se lamente de los costes de la instancia única del Supremo, tras elegirla voluntariamente y arrastrar a sus compañeros de banquillo hacia ese tribunal, sólo cuando sale trasquilado de la experiencia. El ex senador Sala se benefició primero de la prerrogativa parlamentaria de la inmunidad: fue necesaria una autorización de la Cámara Alta para inculparle. A continuación utilizó su fuero procesal, otra prerrogativa que reserva al Supremo el enjuiciamiento de los parlamentarios. Ni que decir tiene que Sala podía haber renunciado a ese privilegio sólo con abandonar el escaño; sin embargo, eligió continuar en el Supremo tras hacer un análisis de costes y beneficios: la descalificación del camino libremente escogido en un laberinto al advertir que conduce a un callejón sin salida es una muestra de mal perder propia de jugadores de ventaja,

Desde la denuncia del caso Filesa en 1991 hasta la sentencia condenatoria de 1997, la estrategia legal de los procesados no sólo eligió al Supremo como sede judicial (aun a sabiendas de que se trataba de una única instancia), sino que recurrió también al mas amplio repertorio de argucias legales para obstruir las actuaciones y retrasar las decisiones. Durante estos seis años, el PSOE negó haber utilizado Filesa para financiarse y aplazó la eventual rendición de sus responsabilidades políticas como partido hasta el esclarecimiento de las responsabilisades penales de los imputados. En 1997 habló finalmente el Supremo: pero ni los condenados ni buena parte de los dirigentes socialistas han cesado en su algarabía autoexculpatoria pese a la elogiable petición de disculpas hecha por Almunia. Si bien hubiese sido tal vez preferible una suspensión de la sentencia hasta el pronunciamiento del Constitucional, el juego limpio exige aceptar sin reticencias el veredicto del Supremo.

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