Días de perros
Llueve, y en el paseo de Rosales brotan, los champiñones, el Agaricus campester extiende su hábitat y, favorecido por la meteorología, invade los parterres. Las setas y los humanos abren sus paraguas al unísono, redobla el aguacero sobre los automóviles empantanados en el habitual atasco, hoy aún más espeso. El repicar de las gotas sobre la chapa hace más acogedor el habitáculo, los cristales empañados subrayan la intimidad del santuario sobre ruedas, pero los conductores impenitentes no tienen humos para sentimentalismos. Hace un día de perros que ellos afrontan a cara de perro, dobermann rabiosos, caniches histéricos, bull dogs dispuestos a saltar a la mínima provocación.Los túneles se convierten en procelosos piélagos donde encallan los coches, cantos de sirenas varadas en el asfalto que reclaman estridentes una vía libre en el mare mágnum. Los bomberos, fieles a su denominación de origen, accionan las bombas de achique sobre la cubierta del Madrid transatlántico, desarbolado bajo la galerna.
Las fuerzas del caos han tomado la ciudad, la lluvia disuelve los últimos vestigios de normalidad, diluye el barniz de orden y urbanidad. Madrid, borroso, adquiere tonalidades y volúmenes de acuarela. Si continúa lloviendo así, no tardarán en desmoronarse edificios enfermos de aluminosis y cientos de cornisas leprosas se caerán a pedazos sobre las aceras.
Si persevera el diluviar, las meninas del Prado tendrán que abrir sus paraguas y las Tres Gracias se cubrirán con impermeables. Si no para de llover, a los enfermos se les cruzarán los cables y empezarán a hacer guiños espasmódicos, horribles tics que mimetizarán los ojos incandescentes de los automovilistas, sometidos a su caprichoso albedrío.
Toneladas de barro primigenio, de lodo, de limo y de cieno rebosarán de las infinitas zanjas de las obras innúmeras y anegarán las calles, sus sedimentos taponarán las bocas de las alcantarillas y, expulsados de sus dominios subterráneos, emergerán de las profundidades ratas jurásicas, cocodrilos albinos y pitones fugadas de sus domicilios.
El apocalipsis con chuzos de punta, Madrid está a punto de convertirse en escenario a la medida de una coproducción de Steven Spielberg-Alex de la Iglesia, grandiosa pero algo chusca si sigue lloviendo. En la Casa de la Villa se promulgan antirrogativas de urgencia, peticiones de tregua al generoso san Isidro y de clemencia a santa Bárbara bendita. Si la tempestad arrecia, naufragará la nave ciudadana lastrada con el peso de nuestros pecados.
El vecino del ático está construyendo un arca en la terraza y me ofrece un camarote doble a precio de ganga. Ante la dificultad de capturar dos animales de cada especie, mi vecino, que es hombre práctico y trabajó seis meses en una agencia de viajes, ha decidido vender pasajes para un crucero de cuarenta días y cuarenta noches, pero no piensa ofrecerle ninguno al alcalde del Pantano. "Ese, que pruebe a caminar sobre las aguas", me dijo cuando se lo sugerí.
Mi vecino de arriba, que pertenece a la Iglesia Absentista del último Día, dice que todo está escrito en el Libro de los Libros, y cita a Jeremías (IX, 11): "Et dabo civitas in acerbos arenae et cubilia draconum, eo quod non sit habitatur" (Y reduciré la ciudad a montones de arena y albergue de dragones, sin que quede allí morador).
Un dedo anónimo ha grabado sobre el vaho condensado en la ventanilla trasera de un autobús de la Empresa Municipal de Transportes un críptico mensaje para el alcalde con las misteriosas palabras que aguaron los últimos brindis del festín de Baltasar: "Mane, Thecel, Phares": "Tu reino ha sido numerado, pesado y dividido, y se ha dado a los medos y a los persas".
Ensoñaciones, delirios auspiciados por las brumas otoñales, por la impenitente lluvia que nos mantiene encerrados en casa.
A causa del tedio de estas tardes, uno puede ser presa fácil de un vecino demente.
Voy a buscar la tarjeta de crédito y a reservar el camarote. No pierdo nada si el diluvio no llega a producirse; el dinero entregado se ingresará automáticamente en un fondo de pensiones.
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