Talibanes de Occidente
¿Sabían que, sólo en la comunidad de Madrid, cada día unas diez mujeres presentan en comisaría denuncia por malos tratos? Lo cual no significa que no se produzca más violencia conyugal, porque sigue habiendo miedo a denunciar, sobre todo en el campo. Ahora bien, la última moda -literalmente: moda de mudarse de vestido, moda de ir a la ídem, de epatar, de salir a lucir el cuerpo- consiste, precisamente, en hacer un cursillo a base de hambre, disgustos y maquillaje siniestro para tener ese aspecto de mujer al borde de la extremaunción que se lleva en las pasarelas del mundo. A todo esto, permitan que les haga una confesión de algo tan bochornoso que ni mi director espiritual ni mi perro (los dos, el mismo teckel de pelo corto) han sabido hasta hoy mismo.Y es que en estos días he regresado a los orígenes, después de haber perdido, por voluntad propia y como quien dice, las señas de identidad. Ocurrió a finales del verano, concretamente cuando se produjo la estomagante reacción multitudinaria al fallecimiento de Diana Spencer. Desde aquellas aciagas fechas hasta hace horas, cerré mi corazón a la prensa del susodicho, sintiéndome inmune a sus añagazas. No crean que no me sentía mal, no sé, distinta, porque, aunque empachada por el exceso de memez reinante pero frívola al mismo tiempo -¡mujer, al fin!-, volqué mis ansias hacia publicaciones extranjeras y, lo que es peor, neoyorquinas, cayendo en las acechanzas de Vanity Fair, que siempre me privó por los textos, y de W, que en el capítulo fiestas sofisti cadas y modelos avanzados es de infarto. Creía yo, en mi descarrío, que, puesta a cotillear, era mejor hacerlo a lo grande, y entregábame sin tino a las crónicas de Park Avenue y las colecciones de Donna Karan con grande regocijo interno y crujir de panties.
Hasta que me he caído de la burra de san Pablo tras recibir los números correspondientes a noviembre. Verán, se acabaron los tiempos (breves) de los modistas mariquitas pero amistosos y las estilistas osadas pero honestas, para quienes Cindy Crawford era el modelo de mujer en que todas deberíamos convertirnos. Aquel ideal, si bien inalcanzable, era noble comparado con lo que venden estos talibanes de Occidente: un prototipo de niñas (algunas no tienen más de 16 años) deprimidas, delgadas, angustiadas, golpeadas y sucias. Tristes e infelices, desde las páginas de modas nos contemplan un montón de agónicas a cuyo lado Linda Evangelista y Claudia Schiffer van a tener que pedir la baja, por talludas y fondonas. Cubiertas de versaces y de chaneles, estas criaturas parecen salidas de: a) el casting de La lista de Schindler; b) una sesión de fotos con el duque de Feria, y c) un año de convivencia con O. J. Simpson. O todo ello.
No es una casualidad inocente. Dentro de la cosificación de la mujer que supone el tratamiento que le dan los grandes del diseño, convirtiéndola en sujeto pasivo, hemos alcanzado el no va más del proceso al relegarla al papel -literal- de muñeca destrozada más allá de la anorexia, mientras, a su lado -ah, amigos-, los modelos masculinos (al fin y al cabo, se acuestan con el modista) aparecen musculados y suntuosos, más sanos que una siesta, hermosos, fuertes y llenos de dicha. Junto a ellos, prueba viviente de que pertenecer al sexo femenino no proporciona la felicidad, aparecen jovencitas desgreñadas de ojos amoratados (sin duda, alguien acaba de darles un merecido par de tortas) y una hinchazón en los labios que sugiere que les han estampado un bate de béisbol.
Este edificante panorama viene a complementar y ampliar algo que ya venía dándose en los ambientes más sofisticados: la publicidad impactante a base de mujeres muertas y violadas para anunciar prendas cuyas marcas, por razones obvias, me guardaré mucho, de citar. En plena orgía de mimetismo, un suplemento dominical español propuso hace pocos meses batidos de frutas para la piel... con fotos de mujeres flotando, como ahogadas, en el líquido.
Por todo lo cual me he lanzado al quiosco, en donde compruebo, con alivio, que en nuestra prensa del corazón todavía no hemos sido invadidos por el oleaje asesino. Y eso que Roci-Hito adelgazó un montón, pero aun así sus tobillos, junto con los lozanos mofletillos de la Mazagatos, me tranquilizan casi tanto como la inmunidad parlamentaria del sombrerero de la Botella.
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