Sobre la dama negra
"La muerte es una esquina de la existencia que permanece inacabada", dicen los bantúes. Una definición muy profunda, pero sólo aplicable a lugares vírgenes, porque aquí en Occidente también es una operación mercantil y eso le resta lirismo al asunto. No es un negocio alegre, en todo caso, aunque sí da buenos dividendos, y este pequeño detalle supera cualquier escollo.Existen en Madrid dos funerarias dedicadas al traslado de cadáveres: la empresa privada Virgen de los Remedios (un extraño nombre para este tipo de maniobras) y la Empresa Mixta de Servicios Funerarios, con el 51% de las acciones en manos del Ayuntamiento. A fecha de hoy, ambas funerarias tratan de hacerse con el mercado y se pelean en público sin mucho rubor. Mutuamente se acusan de abusos y deslealtades. En el hospital Gómez Ulla, por ejemplo, se han hecho fuertes los de la Virgen de los Remedios, mientras los de la Mixta dominan en el de la Princesa y en el de la Concepción.
Ésta es una lucha sin cuartel y se desarrolla en todos los frentes, en especial en los velatorios de los hospitales, donde los agentes funerarios se anuncian en voz baja y negocian directamente con los familiares del difunto. "Aquí ganamos nosotros", aseguran los de la Virgen de los Remedios, "porque somos más baratos". Por su parte, la Empresa Mixta no utiliza tanto el bis a bis, pero, en cambio, dispone de una oferta muy apañada que incluye el traslado del muerto a un tanatorio, el alquiler de una sala, el viaje al cementerio y el entierro propiamente dicho; todo, por unas 200.000 pesetas, ataúd aparte. Y es que, por más que nos iguale a todos, la muerte es un negocio de vivos; y a la postre, éstos son los auténticos destinatarios del servicio. Hay entierros de primera, de segunda o de tercera, aunque todos estén arrullados por el mismo aire sombrío y apelmazado. En realidad, los entierros son ritos enrevesadísimos, y también algo morbosos, como si su inventor se hubiera propuesto echar más leña al fuego.
Hace años, había un caserón funerario en la calle de Galileo que para sí hubieran querido las películas de Borís Karloff. Era viejo, enorme, de ladrillo muy oscuro, con ventanas que desprendían una luz mortecina y con un portón gigantesco. El edificio, en verdad, no alegraba aquellas mañanas de invierno, camino del colegio, pero bastaba avivar el paso para eludir, más o menos, su influjo. Mi instinto infantil me decía que no pensara en ello, si bien el instinto es una gasa muy delicada y se va rompiendo con los años hasta dejarnos sin defensas. Así, lo primero que aprendí fue que las personas se mueren y que desde ese mismo momento pasan a convertirse en cadáveres, lo cual resulta muy deprimente. Luego supe que los enterraban, o que los incineraban, y que algunos, incluso, eran utilizados por los estudiantes de Medicina en sus lindas prácticas de anatomía. Pero de ésos prefiero no hablar, porque bastante impresionan ya los muertos normales como para meterse en truculencias.
Sin duda, todos somos futuros clientes, y desde este punto de vista cualquiera tiene derecho a expresar su opinión. Yo, por ejemplo, anuncio de antemano que no quiero a mi lado un cara de cera cuando me toque el turno. No quiero que me metan en un coche negro relleno de terciopelo y almohadillas. Una furgoneta normal me vale, aunque esté mal de chapa, un simple cuenco de barro para las cenizas y acaso el último adiós de quienes me hayan querido de cerca; con buen humor si es posible, y siempre que a ellos les parezca bien. No quiero flores, ni oraciones, ni ataúd, ni ser expuesto en una sala como si fuese una acuarela. Y sí quiero que las autoridades se deshagan de mí cuanto antes, con limpieza, y que lo hagan gratis, sin que mis allegados tengan que pagar un duro, puesto que ni ellos ni yo tenemos la culpa de lo que me ha pasado.
Eso si: ruego a todo el mundo que certifique a fondo mi muerte, porque he leído hace poco en un libro espantoso que al menos un 0,08%de los muertos no son tales, sino vivos en posición de stand by. Si ya te han enterrado, chungo; pero si te despiertas de repente en el horno crematorio, menudo mosqueo.
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