Orillas movedizas
Los puentes de Madison -que esta noche, a las 22.00, emite Canal + dentro de su ciclo Seis formas de amar- es una película de paisajes que describe el amor como uno de los más frondosos. Paisaje, fotografía, idilio, una mezcla de cantidades propicias al sentimentalismo que Clint Eastwood, en la que para mí constituye su obra maestra como realizador, consigue mantener en los límites de lo sentimental, sin el "ismo" azucarado.La película nos regala primero la boca con el dulce gusto del fruto amoroso prohibido, pero deja también el sabor acre de esos enamoramientos ardorosos que se presentan -sólo una vez en la vida, suele decirse, aunque a veces no se presentan ninguna- y de la misma forma súbita se pierden.
Clint Eastwood interpreta, con su célebre gesto facial de hombre que encaja los accidentes de la vida sin inmutarse, a un fotógrafo en busca de puentes viejos de la América rural para un reportaje de la revista National Geographic.
Meryl Streep, una actriz destacada en el arte de hacer de su cara una tormenta de emociones, es la esposa y madre con la vida resuelta en un horizonte tan grato como sofocante. Su familia la deja unos pocos días sola por un viaje y ella tiene entonces tiempo de perder el tiempo y la sorpresa de encontrarse en el porche de su casa de campo a un hombre averiado, y no lo digo sólo simbólicamente.
La bellísima metáfora central de la película es mostrar a estos dos maduros resignados a no moverse ya de su apacible orilla como un puente más de los que el hombre capta con su cámara. Ambos tienen una estructura recia y asentada, y por su castigada piel apenas pasa nadie, pero el día en que deciden cruzar al otro lado del río, sus cuerpos crujen y se arquean bajo el peso de la pasión.
Y no todo es otoñal en esta conmovedora historia que oscila entre lo que fue y lo que pudo ser. Da morbo, francamente, ver al vaquero de tantos westerns y al agente más sucio de la policía bailar temblando como un adolescente, y no con la vampiresa escotada del saloon, sino con un ama de casa que había olvidado a qué sabe un beso con carmín.
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