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Tribuna
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La lluvia

Por la tarde habían llegado a Madrid unas nubecillas blancas, tenues y vagarosas. Ya de noche, hubo un espectáculo de luz y sonido a cargo de la banda de nubes y truenos, y luego cayó sobre mi calle, convertida pronto en río, un estupendo chaparrón. Asomado a la terraza, me dejé purificar por este show ancestral. Con qué eficacia y celeridad, erradicó el pequeño diluvio toda la espesa negrura acumulada sobre el pavimento, a lo largo de los meses estivales, por los motores, sus combustibles y gases, la contaminación; con qué profesionalidad desenmascaró lo fútil de esas estruendosas, intempestivas, despilfarradoras limpiezas municipales. Además, la lluvia funciona todavía sin recurrir al motor de explosión, casi no me acordaba, y sólo compone al caer una música tan vieja como la madre Tierra. De modo que, allí mismo, feliz y empapado, no tuve más remedio que dar las gracias al Dios del Día Azul (y del gris, y de la noche, los meteoros, el mar y la naturaleza), o la Providencia, o el Big Bang, o vaya usted a saber.Durante la madrugada siguiente llovió ya en plan continuado, nutrido pero armonioso, un estupendo allegro ma non troppo que me ayudó a conciliar el sueño como deben hacerlo, si es que duermen, los angelotes de Rubens. El día amaneció gris y todavía lluvioso, de modo que yo, después de darle a la tecla unas cuantas horas, no tuve más remedio que lanzarme a la calle para proseguir mi rito de purificación. En el portal quiso hacerme un blocaje Isabel, la vecina de abajo, que es muy sensata y algo burguesa la mujer. Una santa, también, pues pretendía que me llevase un paraguas, chubasquero o similar. ¡Pero si yo, a lo que iba, era precisamente a mojarme! Además, llovía, mas no era para tanto. Bueno, sí, cuando estaba a punto de coronar la calle de San Enrique, que es pina, se precipitó sobre mí como un kamikaze un chubasco muy, muy gordo. Fruslerías, me refugié en el hueco de una tienda y ya está. Muchas mamarrachadas en los escaparates, por cierto, pero estaba ya tan mojado, y tan contento, que esas nimiedades no importaban nada. Qué gusto, ver llover así.

Cuando amainó un poco, continué mi ruta por Bravo Murillo. Qué bonito todo, qué barrio tan lírico, con la acera nuevecita y limpia, rutilante; qué buena la señora concejala, que nos lleva de excursión; qué simpática y agraciada la gente que se cruzaba conmigo, aunque algunos de sus miembros parecieran tener particular interés en rebañarme un ojo con sus paraguas. Atravesé la calle y la volví a atravesar, sólo para que me cayese encima lluvia limpita. Cruzaban dos niños como de ocho años, de distinto sexo y en sentido opuesto, cada uno con su mochilona de colegial a las espaldas. Al varoncito se le puso de pronto una expresión altamente mefistofélica y, gritó "¡gorda!". La agredida no vaciló un instante, respondiendo sin aminorar el paso "¡gilipollas, cabrón, hijo de puta!", por este orden, y yo, enternecido, pensé: "qué ricos".

Después de haber recruzado, cerca ya del mercado de Maravillas, tuve que refugiarme bajo una marquesina ante el repentino ataque de otro chubasco. Éste duró más, de modo que me dio tiempo de deleitarme evocando otras lluvias mías. Por ejemplo, aquellas tan románticas en la Guadarrama de mi niñez, también al principio del otoño, que obraban milagros sobre las moras de la zarza, poniéndolas en un periquete gordas, negras y brillantes; sobre el champiñón, que se apresuraba a asomar su tierna cabecita en la dehesa; sobre los níscalos, que crecían, incógnitos, bajo la alfombra de cherugas (agujas) del pinar...

Aflojó el chaparrón, proseguí mi camino, y todo continuaba siendo precioso. La larguísima cola que aguardaba el autobús en Cuatro Caminos (y que al pasar yo bramaba "¡otro que no para!") me pareció entrañable, decidí guardar amorosamente en mi retina la imagen del quiosquero que empujaba con las manos su preñado toldillo para librarlo del agua en él embalsada, no me enfadé nada al resbalarme sobre el barrillo de la acera en Comandante Zorita esquina a Hernani, las palomas que habitan encima me resultaron adorables, y así sucesivamente.

Antes de dar por finalizado el paseo, rogué al Señor que no sólo protegiera de toda conturbación a nuestro obispo, sino también a nuestro alcalde. Milagros de la lluvia.

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