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Semáforo en rojo

Saltarse los semáforos cuando están en rojo parece ser una actitud habitual en numerosos automovilistas madrileños, dicho sea con perdón y mejorando lo presente. Hay semáforos más atractivos que otros para saltárselos a la torera. Hay semáforos que no se salta nadie nunca, los hay que sólo se los salta de tarde en tarde algún apresurado automovilista y los hay que se los salta siempre un tropel de coches a la máxima velocidad posible.Los cruces de las calles del General Oraá con Príncipe de Vergara, de María de Molina con Castelló, todos cuantos están instalados Alcalá arriba desde Ventas hasta el infinito, se encuentran entre los propicios a saltárselos cuando permanecen en rojo.

Se ponen en rojo estos semáforos y frenan a su debido tiempo los automóviles; pero si queda un carril libre, se lanza por allí una sucesión de alocados automovilistas, indiferentes a la posibilidad de matar y morir, no por la patria, ni por la familia, ni por todo el oro del Transvaal, sino por un compulsivo afán de difícil interpretación.

Un servidor ya ha presenciado -y padecido- algunos de los accidentes que provoca saltarse semáforos en rojo. Uno fue en el cruce de la plaza de Manuel Becerra con Alcalá, otro en el de la calle de Goya con la de Serrano.

El de Manuel Becerra lo sufrió en la carrocería. Subía Alcalá a moderada marcha silbando románticas melodías cuando apareció de súbito por Manuel Becerra un individuo cerril más feo que la mar conduciendo un chirriante cascajo igual de sucio que el palo de un gallinero. El impresentable sujeto trataba de comprobar que no venía nadie pero como únicamente dirigía la mirada a contramano el muy borrico, no pudo apercibirse de la arribada del impoluto coche de un servidor -ruedas equilibradas, dirección asistida, frenos a punto, revisados los niveles de aceite y vinagre, recién duchado el conductor, calzoncillos en perfecto estado de revista- y nos pegamos el morrón.

Hicieron masa ambos coches con fenomenal estruendo, cayó una granizada de cristalería, rodó un faro, un guardabarros se incrustó en la rueda que cobijaba, otro quedó levantado en posición de saludo, un reguero de gasolina discurría en dirección al Parque de Bomberos. También se oyeron voces: "¡Gilipollas, cuatro ojos y no ves, me vas a arreglar el coche con los dientes, enano, enano tu padre, a mi padre ni mentarlo que está en la tumba, pero si tú no has conocido a tu padre tío guarro, agarradme que lo estrangulo, te tragas él gato...". Y así.

El de Serrano fue peor. El de Serrano fue una tragedia. Estábamos parados en el semáforo de Goya media docena de coches cuando uno de ellos, cuyo conductor debió impacientarse, echó adelante. Justo en ese momento bajaba por Serrano un coche a tremenda velocidad. Los dos vehículos se encontraron en medio del cruce y el choque resultó terrible.

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Del impacto, el coche que se había saltado el semáforo voló hasta más allá de la plaza del Descubrimiento, su conductor y la mujer que le acompañaba salieron despedidos por las portezuelas y quedaron yertos en la calzada. El que bajaba a tremenda velocidad giró vertiginosamente sobre sí mismo y se detuvo junto al cine Carlos III, con el conductor abatido sobre el volante y su compañera recostada en él. Los cuatro murieron en el acto. Los relatos son ciertos y su intención no es tremendista. Estas cosas pueden pasar y pasan. Hay ya una copiosa crónica negra de accidentes ocurridos como consecuencia de las imprudencias de los conductores y, sin embargo, su ejemplo no surte efecto. Muchos conductores siguen conduciendo según les dé el aire, sin advertencia de semáforos ni de límites de velocidad.

La realidad es que, franqueado un semáforo rojo, se han de detener en el siguiente y no ganan tiempo alguno. Allá se juntan todos, los que se saltaron el semáforo y los que esperaron a que se pusiera verde. A los sociólogos, los psiquiatras, los expertos en tráfico y en motores de explosión corresponde estudiar y definir cuál es el motivo de que un conductor se salte un semáforo en rojo para nada. Pero mientras llega el dictamen, quizá cabría sugerir, sin ánimo de ofender: ¿no serán casos de estulticia aguda?

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