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Tribuna
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Estilos de hablar

Desde el gran estallido de voces que acompañó a las revoluciones americana y francesa, no hay ni puede haber político callado. Y no porque les guste ser recordados por su palabra, por lo que dicen o dijeron, sino porque desde que la política se ventila en un espacio público de confrontacíón y debate la palabra es parte de la acción, su escorzo como diría Ortega. Por eso Franco, que sólo mandaba, callaba; pues para mandar, hablar es perderse: se manda mejor cuanto más silenciosa y más alejada deje sentir el pode roso su presencia. Para hacer política, sin embargo, hablar es una exigencia; por eso Aznar, a quien quizá le gustaría más permanecer en silencio, habla siempre aunque nunca tenga nada que decir salvo que todo va bien. De arte en la sociedad liberal a exigencia en la sociedad de masas: tal ha sido la evolución en el discurso político. El orador liberal, que hablaba en el club, el café o el Parlamento, echaba mano a todo tipo de recursos retóricos para mover corazones y convencer inteligencias. Libres de la servidumbre de conseguir votos de gentes anónimas, los políticos de antaño emprendían el vuelo a gran altura,. con atrevidas metáforas y citas de rara erudición, de manera que el público quedara subyugado ante tanta belleza y rendido ante tanto conocimiento. ¡Oh, qué bien habla, cuánto sabe! Era la respuesta ansiada por el gran orador antes de volver henchido de gloria al camerino.

La transformación del público en masa introdujo cambios radicales en el estilo de hablar. En el periodo de entreguerras, el político que subía a la tribuna pretendía arrastrar a la multitud, movilizarla: su propósito consistía en ponerse al frente de las masas, banderas desplegadas e himnos vibrantes, y no parar hasta la conquista del poder. Después de la guerra, y a la vista de los estragos provocados por tanto ardor demagógico, las cosas son diferentes: la palabra del político tiene como objetivo principal convencer a los ciudadanos para que se dirijan con el debido orden a las urnas a depositar su voto. Es otro lenguaje, otra forma de hablar, aunque el propósito sea idéntico: utilizar la, palabra como medio para alcanzar el poder.

¿Y qué pasa cuando quien habla es un político que ya ha alcanzado y ejercido el poder? Pues que su estilo, si en verdad es otro su objetivo, no podrá ser el mismo que cuando utilizaba la palabra como instrumento de acción para alcanzarlo. Si no cambia de estilo, suscitará en su auditorio un irreparable equívoco: "Éste lo que quiere es volver al poder", dirá la gente que lo escucha. Y entonces el orador tendrá que replicar que no, que nunca más será candidato, que habla con otro propósito. Pero la gente no lo podrá creer porque- si su estilo es el mismo, siendo el estilo todo en el discurso, su objetivo no podrá ser diferente. Más veces repetirá que no va a ser candidato, más gente creerá lo contrario si les habla con la misma voz e idéntico acento, si despierta los mismos sentimientos, si emplea la misma retórica utilizada cuando lo era. Dirá la gente amiga: está mejor (dirá la adversa: está peor) que nunca; o sea, está como siempre, es el de siempre.

Más allá de la última y muy redundante renuncia de Felipe González, toda la cuestión consiste en dilucidar si un político tan experimentado como él puede hablar como si anduviera por sus comienzos. De un político mayor se espera el estilo que sólo la sabiduría proporciona; de un político joven se teme un buen gancho, un ataque al adversario, un chascarrillo. González no ha renunciado a hablar como si fuera un joven político siendo, como inevitablemente es, un político mayor. Y ese equívoco que trasluce su estilo de hablar es la raíz del problema que la nueva dirección del partido socialista habrá de solventar mejor antes que después, porque si González sigue hablando como si el tiempo no hubiera pasado a nadie podrá convencer de que es un senior politician con el retorno vedado a los caminos de su juventud.

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