Anticuarios
En un excelente ensayo, From Lebrixa's Grammar to Cartesian Language Theory, Carlos P. Otero, tras descartar la pretensión de que ideas y concepciones previamente refutadas o desmentidas por hechos y datos empíricos pudieran seguir circulando, como sucede a menudo en los baluartes del "saber" hispano en virtud de su ignorancia protectiva y heredado apoltronamiento, observaba: "Resulta evidente que la re construcción del curso de los procesos históricos es sólo posible desde el mirador del presente, esto es, desde el actual nivel de conocimientos", para agregar a continuación, matizando dicho aserto: "Aunque nuestras posibilidades de ser justos tocante a los logros del pasado aumenten con forme a se incrementa nuestro grado de comprensión, nuestras conclusiones nunca serán absolutamente incuestionables". Nuevos descubrimientos en el campo del lenguaje, de la investigación interdisciplinaria capaz de leer diacrónicamente textos y contextos arrumban en efecto las tesis y categorías vetustas de la ideología oficial del mismo modo que la filosofía cartesiana despachó las súmulas tomistas al desván de los muebles viejos. Ello no invalida, claro está, el estudio riguroso, por ejemplo, del aristotelismo averroísta en su cuadro histórico -vaya de muestra la notable labor de Gilson y Alain de Libera en dicho terreno-, sino las tentativas de los escolásticos aferrados a sus dogmas de presentarlo como actual y vigente, de espaldas a los rumbos del pensamiento moderno. En este último caso, los expositores de ideas rancias y apolillados con ceptos pueden ser definidos, como lo hace Carlos P. Otero, como expositores de antigüedades adquiridas de lance o, por mejor decir, como baratilleros. Las universidades y los estamentos culturales de España son una rica almáciga de anticuarios de diferentes ramas y saberes. A fin de preservar la necesaria quietud de sus verdades incontrovertidas y la imagen de la España occidental cristiana, y a fin de cuentas nacional-católica, forjada por Menéndez Pelayo y sus sucesores y epígonos -imagen irremediablemente dañada hace medio siglo por los planteamientos innovadores de Bataillon, Américo Castro y Domínguez Ortiz- los anticuarios, luego de arremeter a lo "Santiago y cierra España" contra el grupillo de perturbadores -rectificando de paso, a regañadientes, algunas de sus propias tesis y adoptando luego posiciones "ecuánimes" como las atribuidas a Maravall por su "blanqueo" de la especificidad medieval hispana en aras de un europeísmo retroactivo en sintonía con los. aires del tiempo- han optado por obviar al fin, como si no existiese, la constante multiplicación de pruebas y argumentos que contradicen sus tambaleantes doctrinas y el precario edificio de sus ideas. Como los buenos frailes que me enseñaron en mi niñez unas nociones filosóficas recalentadas después de una centenaria conservación en nevera, nuestros anticuarios prosiguen su encomiable labor didascálica escamoteando la enjundia de los clásicos, embotando el filo de sus mordaces críticas a la España castiza y untándolos de un arrope medieval cristiano, renacentista o barroco encubridor de su originalidad y talento.¿Se puede hablar aún de las fuentes visigodas del Cantar del Mio Cid, de la estirpe latino-eclesiástica del Conde Lucanor, del didactismo cristiano del Libro de Juan Ruiz, del epílogo moral de La Celestina, del humorismo a secas del Lazarillo? Los anticuarios, citándose unos a otros, apuntalándose unos a otros, siguen exponiendo como vivas y fecundas unas "verdades históricas" que en países menos conformistas e intelectualmente menesterosos que el nuestro habrían sido condenadas desde hace tiempo a acumular rencorosamente el polvo.
No importa que año tras año una paciente labor de documentación y de crítica, desde Galmés de Fuentes a Márquez Villanueva, establezca con bases firmes la denominación de mudéjar de un vasto y original conjunto de obras mestizas que abarca los cuatro primeros, siglos de nuestra lengua; que Gilman y numerosos investigadores españoles y extranjeros hayan expuesto de forma indiscutible las raíces del racionalismo hispano-semita que alimentan el mundo sin Providencia de La Celestina y la causticidad y cinismo de la picaresca; que el acopio de datos y estudios asentados en hechos fehacientes y conectados entre sí prueben el origen converso de una larga nómina de autores que cubre mayoritariamente las distintas parcelas de una cultura paulatinamente sometida a un rígido control del pensamiento, así como los sufrimientos, cautela, exilio, cárceles y censura que configuraban la vida de aquellos y nos procuran la clave de unas obras a menudo estratificadas y complejas, siempre conflictivas, que nuestros anticuarios empobrecen con sus levitaciones sinópticas y lecturas anémicas; que el largo proceso de extirpación del "quiste" morisco -fraguado entre los partidarios del manso etnocidio asimilador, los del genocidio puro y simple, y los de la expulsión preconizada con tenacidad y elocuencia por el Patriarca Ribera, santo de la Iglesia- se llevó a cabo gracias al consenso popular aunado por escritores como Lope de Vega, Quevedo y otros congéneres de menor fuste en incontables comedias y poemas cuya demagogia oportunista, llena también de fobia antijudía, no desmerece de la de los plumíferos nazis que abonaron el terreno a la aceptación por sus compatriotas de una de las mayores monstruosidades, si no la mayor, de todos los tiempos.
El conocimiento cada vez más preciso de la singularidad social y artística de la España medieval (con sus aljamas de judíos y moros y su cultura mestiza) y del acoso implacable a todas las ramas del saber (ciencia, pensamiento, literatura) por el empeño conjugado del Santo Oficio, del prejuicio cristiano viejo y del rigor doctrinal de Trento no hace mella en nuestros anticuarios: supongamos que dentro de unos siglos los analistas de la gran literatura rusa del siglo XX ensalzaran su admirable constelación de poetas, novelistas e investigadores de la literatura y el lenguaje omitiendo toda referencia al destino cruel al que se enfrentaron y apreciaremos en su justa medida la nada inocente asepsia de semejante lectura.
Asumir un pasado como el nuestro no es tarea de escritores atentos al brillo y provecho de sus carreras. ¿Para qué agitar la lumbre del agua en cuya serenidad y arrobo medran tantos y tan bellos nenúfares? Releer a los clásicos sin anteojeras exige no sólo un esfuerzo de reapropiación de muchas claves perdidas, sino también de encarar las acusaciones de leso patriotismo concomitantes a todo atentado a la sacrosanta homogeneidad de nuestra cultura. Apriscar a autores de individualidad tan variada y recia en categorías ajenas a la substancia de su obra no es sólo una forma segura de pasar por alto a ésta, sino también de practicar una sangría de sentido que,
más que "normalizar" a aquéllos les convierte en figuras inocuas y, sobre todo, extrañas a la problemática de nuestro tiempo. No se puede leer correctamente la Exposición del libro de Job, El Quijote, Cántico espiritual ni Guzmán de Alfarache sin una aprehensión cabal de la sociedad en la que surgieron como precavida evasión o encubierta pero acerba protesta. No predico con ello un biografismo suplantador: insisto en la necesidad de incluir el contexto como parte integrante del texto y de pesquisar en ciertos rasgos del último -ambigüedades, alusiones, guiños al "discreto lector"- elementos indicativos de la realidad y pesantez del primero. En un país como España, víctima durante más de tres siglos de una cerrada ortodoxia ideológica y de la inmanencia castiza, el conflicto de la intelectualidad de origen converso podía expresarse únicamente a través de unas claves que, si hoy nos parecen enrevesadas y oscuras, no lo eran para quienes por el apremio de las circunstancias poseían, como advirtió Blanco White, "la viveza de los mudos para entenderse por señas".
En un ensayo titulado "La peculiaridad literaria de los conversos", Eugenio Asensio, espejo de anticuarios, pretendía demostrar las "chapuzas" y "arte de juglaría" de los trabajos de Castro -fundados según él en bases endebles y juicios previos cuando no en simples corazonadas- "probando" burlonamente a su vez el origen hebreo de Quevedo. Desdichadamente para él, un buen número de documentos rescatados del limbo de los archivos en los últimos años confortan la tesis opuesta, como el descubrimiento de la traducción alfonsí del Libro de la Escala de Mahoma convalidó con efecto retroactivo la controvertida hipótesis de Asín sobre el origen musulmán de la escatología de la Divina Comedia. La cuestión del linaje, tal como se planteaba en España desde el siglo XV a fines del XVII, no es una mera "anécdota biográfica" conforme argüía Asensio. Lo que en verdad unía a la galaxia de intelectuales y escritores de origen cristiano nuevo era el común denominador de una situación social y vital que les forzaba a elegir individualmente diferentes estrategias de subsistencia, desde abrazar la saña implacable de los inquisidores contra sus congéneres hasta practicar en secreto el criptojudaísmo de algunos conventos y sectas.
La virtud de opinar libremente, sin sujeción a patrones estereotipados, aplaudida recientemente por un ilustre crítico, no aporta como él cree una bocanada de aire fresco a nuestros agostados predios. Los literatos españoles han expresado siempre sin pelos en la lengua antipatías y fobias viscerales respecto a sus colegas y se han puesto por montera, si se tercia, el mismísimo moño de la Virgen. Los denuestos y perfidias de Quevedo tocante a Góngora y Ruiz de Alarcón o de López de Úbeda a Mateo Alemán superan con creces en maldad y agudeza los de quienes afilan hoy plumas y lenguas contra sus coetáneos sin tomarse la molestia de leer sus escritos. Aunque no sea Quevedo quien quiera, el Parnaso hispano cría y alimenta, generación tras generación, camadas de opiniónamos que se despachan con cuatro frasecillas de ingenio lego acerca de los autores ajenos a su cuadra o círculo.
De lo que padece en cambio nuestro país es de una tradicional escasez de críticos solventes, capaces de analizar sin trabas las obras que leen y de plasmar sus bien aquilatados juicios en ensayos de rigor condigno. Cargarse en unas líneas al autor execrado o calificar de "maestro" a cualquier histrión de tertulia sólo contribuye a perpetuar, con trazos cada vez más esperpénticos, el cuadro pintado por Cernuda: "En España las reputaciones literarias han de formarse entre gente que, desde hace siglos, no tiene sensibilidad ni juicio, donde no hay espíritu crítico ni crítica y donde, por lo tanto, la reputación de un escritor no descansa sobre una valoración objetiva de su obra".
Concluyamos: los anticuarios se esponjan en sus aureolas de decretada sabiduría y la boyante oficialidad con ellos. Antonio Gala distribuye millares de relicarios e indulgencias en su capilla milagrera de la Feria. Vivimos así una de las épocas más fastas de nuestra cultura, digan lo que digan los resentidos y los aguafiestas.
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