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'El espíritu de Ermua' y el derecho a ser diferentes

¿Es aún oportuno invocar el espíritu de Ermua"? Nació una gran esperanza que empieza a disiparse. Un frente antiterrorista sin fisuras es cada vez más necesario. Como ha escrito aquí Fernando Savater, hay que entender "el espíritu de Ermua, no como una mera unidad frente al terrorismo, sino como reivindicación de algo más profundo y más necesario" (véase EL PAÍS, 8 de septiembre, página 11).La gran pancarta blanca "Necesitamos la paz" no expresa ya la obviedad que podíamos suponer. El concepto de Paz se ha vuelto ambiguo. Gentes de diversas convicciones empiezan a sentir que no se identifica con las libertades democráticas. Por una parte existe la sospecha de que bajo el rescoldo del clamor popular "Vascos, sí; ETA, no" se esconda el intento paradójico de calcinar las legítimas aspiraciones de los nacionalistas: ese camino no conduciría a la paz. Por otra, se desconfía de los movimientos pacifistas como si trataran de conseguirla a cualquier precio. Una paz que recortara en la práctica libertades sociales o individuales sería intolerable.

La homogeneización de la comunidad como proyecto político es inviable. Todas las sociedades modernas son ya multiculturales. Sería, además, injusto pretender lo contrario. Pensadores como Ch. Taylor, M. Walzer y J. Habermas ponen de relieve la diferencia de las dos lecturas del liberalismo político vigentes hoy en las democracias liberales. La idea rusoniana de una sociedad de derechos igualitarios responde a la teoría de la igualdad de los ciudadanos. Cuando Jefferson introduce el preámbulo a la declaración de la independencia de los EE UU (1776) propone que "todos los hombres son creados iguales". Afirma algo que es falso. Pero dio impulso a un principio jurídico que ha hecho posible la convivencia democrática. En realidad, sólo se pretendía asegurar que todos los hombres fueran tratados como si fuesen iguales. Al antiguo concepto del honor, arruinado con el desplome de las jerarquías sociales, sustituyó el moderno concepto de la dignidad que hoy se emplea en sentido universalista e igualitario. Hablamos de la dignidad del ciudadano y de la inherente "dignidad de los seres humanos". La política del trato igualitario se ha hecho esencial al régimen democrático y a la vez injusta con las diferencias.

La impersonalidad de las instituciones públicas y nuestra falta de identificación con ellas es el precio que los ciudadanos tenemos que pagar por vivir en una sociedad en la que el Estado se empeña en tratar a todos como iguales. Ser fiel a sí mismo significa serlo a la propia originalidad. Precisamente, al exaltar la libertad individual contribuimos a multiplicar la diversidad de demandas personales que no pueden ser atendidas por las instituciones del Estado central, obligadas en principio al trato igualitario. Al policentrismo sociocultural creciente dentro de los Estados tiene que responder otro policentrismo político.

La necesidad del reconocimiento político de las distintas identidades culturales es el tema de nuestro tiempo. Junto al reconocimiento de la universalidad debe haber también un reconocimiento de las diferencias. Esta segunda manera de entender la teoría de los derechos humanos parece la más correcta (Habermas). Requiere instituciones que no pasen por alto las particularidades culturales, al menos por lo que se refiere a aquellos cuya comprensión de sí mismos depende de la vitalidad de su cultura.

"La tesis es que nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo también por el falso reconocimiento de los otros" (1). Tal ha sido el caso de la mujer en el pasado. Aunque de forma distinta, las minorías culturales y determinadas comunidades territoriales pueden sufrir daño y aun opresión si el conjunto del Estado o de su población proyectan sobre ellas un cuadro limitativo, degradante o despreciable. Se puede llegar a interiorizar este menosprecio y convertirlo en una autodepreciación. La comunidad territorial con tradiciones e identidad diferentes siente la necesidad y aun la exigencia de integrarse en torno a sus tradiciones civiles, su lengua y sus rasgos específicos. Por esta razón considera necesario el reconocimiento político para avanzar en el ejercicio de las libertades democráticas. Ahora bien, los nacionalismos propiamente democráticos, si se hacen excluyentes, ponen en riesgo la Identidad que defienden. Pueden olvidar que toda identidad es de carácter dialógico: se forja en el diálogo con los otros pueblos.

Para alcanzar mayores cotas de libertad y democracia hay que contar con un marco cultural seguro. Los retos a los que nos enfrenta la norma constitucional son varios y complejos: reconocer y garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades (art.2); "promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas" (art. 9. 1). Se han constituido en unidades políticas capaces de desarrollar su identidad nacional. Han cambiado profundamente las relaciones internacionales. Creemos que la autoidentificación cultural y política se puede realizar sin romper con el Estado general. A su vez, esta comunidad nacional autonómica se enfrenta al reto de hacer compatible su propia sociedad multicultural con un objetivo común que reconozca políticamente las diferencias. Tendrá que proteger su identidad y al mismo tiempo desechar la tentación permanente de excluir a los diferentes.

El "espíritu de Ermua" tendría que reclamar todo esto. Ermua representa la reacción espontánea y unánime de una comunidad local a la que la violencia etarra hirió en sus sentimientos más profundos: no fue la del odio, ni la de la exclusión, sino la de la integración política. Fue una lección de coraje, de apuesta "por esos valores básicos, el pluralismo y la democracia, sin los cuales la civilización se envilece" (2).

Necesitamos contar con una opinión pública auténtica sobre la cuestión vasca, tanto dentro como fuera del País Vasco. Ahora la polarización de la opinión por la crueldad terrorista oculta gran parte del problema. La socialización del diálogo no es una utopía. Los torrentes de información se acumulan en los grandes recipientes de las instituciones sociales. Nos referimos en particular a las organizaciones de la sociedad civil que actúan como grandes artesas donde se mezcla, se amasa y hasta se cuece del pan común de la opinión. Las mayorías políticas deberían prestar más atención a estas fuerzas sociales si no quieren ser cómplices en el proceso de creciente desinterés por lo público al que se ven condenadas.

El papel fundamental de los medios de comunicación en la formación de opinión no les acredita para suplantar a la sociedad. Lograr una opinión pública auténtica no equivale a conseguir una sociedad consensual. Las formas democráticas se superponen tanto a las sociedades consensuales como a las conflictivas. El problema vasco persiste no porque las sociedades de Euskadi y del resto de España mantengan disensos profundos sobre esta cuestión, sino porque todavía no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo en los procedimientos de integración, dentro del pueblo vasco y en sus relaciones con el Estado. La condena- de la barbarie etarra no nos convierte en ciudadanos. ¿Alguien puede pensar que atizando el fuego de la indignación vamos a llegar a entendernos mejor sobre el problema vasco?

El paciente televidente español no sabe qué hacer con tanta cólera antietarra acumulada. Preferiría entender algo de lo que pasa, saber si en la entrañable tierra vasca se dan pasos eficientes en la dirección de un proyecto político común de futuro. Algo de esto, pienso yo, exigían aquellas manifestaciones inolvidables con el grito unánime "Vascos, sí; ETA, no".

José María Martín Patino, jesuita, es presidente de la Fundación Enquentro. 1. Taylor, Charles, El multiculturalismo y la política del reconocimiento. Fondo de Cultura Económica. México, 1993, página 43. 2. Javier Fernández Sebastián, EL PAÍS, 23-9-97, página 16 de Opinión.

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