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Tribuna:EL DEFENSOR DEL LECTOR
Tribuna
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La maldición de las erratas

Decía Soledad Gallego-Díaz, admirada predecesora en estas tareas en los años 1992-1994, que el Defensor del Lector de EL PAÍS no podrá escapar nunca a la maldición de las erratas y que en eso consiste buena parte de su trabajo. Efectivamente, ése parece ser su sino. Pero también el de todos aquellos que trabajan en el mundo de la letra impresa. La presencia de las erratas ha sido siempre tan continua, sinuosa y traicionera que se la ha asemejado a una maldición, llegándose, incluso, a recurrir a causas misteriosas -los llamados duendes de imprenta- para explicarla. El Libro de estilo de El PAÍS ha optado por suprimir estos seres fantásticos por decreto. Su punto 2.95 dice: "Los duendes de imprenta no existen. Tampoco los hay en la Redacción". Se cierra así el paso al uso de recursos retóricos para eludir responsabilidades frente al error.Pero la cuestión es que errores y erratas se siguen prodigando, y ahí están los diligentes lectores para recordarlo. De cuando en cuando, alguno decide remitir al Defensor del Lector un ramillete de textos fotocopiados con las más variopintas y curiosas incorrecciones ortográficas. Si el ramillete concierne a varias fechas, la radiografía resultante impresiona. Entonces, y a pesar de la categórica posición del Libro de estilo contra la existencia de los duendes de imprenta, el Defensor del Lector, que no cree evidentemente en esas cosas, no puede evitar hacerse preguntas del siguiente tenor: ¿Podría darse ese cúmulo de fallos sin la existencia de esos personajillos traviesos haciendo de las suyas en los circuitos informáticos por los que hoy discurre el flujo informativo del periódico hasta la sala de rotativas?

Antes de seguir adelante, este Defensor del Lector debe confesar la nula originalidad de sus dudas. Todos sus predecesores han recurrido alguna vez a la hipótesis de los duendes de imprenta -aunque, naturalrmente, para rechazarla como manda el Libro de estilo- como explicación extrema y desesperada de las erratas que se producen. Incluso alguno ha Ilegado a sugerir, ante la evidencia racional de su inexistencia, que quizá su naturaleza sea como la de las meigas. "¿A quién atribuir, si no, ciertos falos nuestros?", se preguntaba en una ocasión Jesús de la Serna, para constatar seguidamente con ironía: "De momento, estos trasgos siguen enredando lo suyo. Y los lectores lo acusan". No es raro, pues, que este Defensor del Lector se vea abocado a plantearse también si, en contra de lo que la razón afirma y la observación empírica desmiente, los duendes de imprenta gozan de una forma de vida misteriosa pero real como la vida misma.

Pero no, los duendes de imprenta no existen ni siquiera transmutados en meigas. No hay forma, entonces, de eludir el tema de las responsabilidades. ¿Quién es el responsable, por ejemplo, de las 14 incorrecciones ortográficas de todo tipo que un paciente lector de Getafe (Madrid) -Sergio Arnal Rivero- descubrió en el número de El PAÍS del domingo 15 de junio? Los autores de los textos, se responderá con toda razón. A ellos hay que atribuir, en primer término, la responsabilidad de esos fallos: faltas de concordancia entre sujeto y verbo ("se cartografía las áreas de distribución"); un queísmo ("está convencido que..." en lugar de "está convencido de que"); supresión del acento o acentuación indebidas en diversos casos; la confusión de "coligarse" por "coaligado", censado como uno de los errores más frecuentes por el Libro de estilo, amén de palabras amputadas de alguna letra ("En los Jugos Mediterráneos..."). Pero la responsabilidad personal del autor del texto -básica, fundamental, intransferible, desde luego...- no agota todas las exigencias de responsabilidad en un periódico. Un periódico y desde luego El PAÍS, no es el despiece ni tampoco la acumulación cuantitativa de los varios cientos de artículos que lo componen cada día. Es eso, desde luego, pero transformado en un producto final que tiene entidad propia y diferenciada de quienes lo hacen, que en el caso de EL PAÍS se define como de "alta calidad" (se esfuerza por serlo, al menos, según el Libro de estilo), y del que es responsable la organización que lo edita, distribuye y difunde. Es algo tan evidente que huelga insistir. Responsabilidad personal, en primer término. Hay casos en que el ritmo febril de trabajo que se apodera de la Redacción en las horas previas al cierre, en las que se acumula un porcentaje altísimo de la producción informativa, puede alegarse como atenuante del fallo. A veces, ni el autor tiene tiempo de releer con cierta atención su propio texto, ni el editor de la correspondiente sección de revisarlo. Pero escribir "Andaron y reandaron el barrio y sus alrededores" (La Delegación del Gobierno pide cautela ante el caso de las niñas de Carabanchel, El PAÍS, 8 de agosto de 1997) sólo puede atribuirse a desconocimiento de la gramática por parte de quien lo ha escrito. Se ha señalado con razón que la causa remota de muchas de las incorrecciones gramaticales es la deficiente formación que se da en las facultades de periodismo. Pero, en ocasiones, ese tipo de fallos -andara por anduviera- se cuela en textos de indiscutible calidad, como la entrevista a Jimmy Faulkner, sobrino de William Faulkner, aparecida en Babelia (20 de septiembre) con motivo del centenario del nacimiento del escritor norteamericano. Para el lector que ha reparado en ese fallo -Francisco J. Marín Villén, de Madrid-, la entrevista es excelente, pero por ello mismo resalta aún más esa incorrección que, a su juicio, "podía haberse evitado y que incluso mi corrector de Word me ha señalado".

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Pero estos yerros, en tanto que no son detectados y corregidos en el proceso de producción, también apuntan a una responsabilidad organizativa, que trasciende la personal del autor. También aquí la urgencia del cierre hace prácticamente inviable el envio de los textos al departamento de Corrección. Sencillamente, no hay margen de tiempo suficiente para ese trámite en esos momentos de agobio. De ahí que sólo aquellos textos -artículos de opinión, tribunas, suplementos, columnas...- que se elaboran con cierta antelación tengan garantizada una corrección reposada, siempre, naturalmente, que se envíen al departamento de Corrección. Pero los lectores deben saber que ni en las horas de cierre dejan de funcionar los mecanismos correctores, por más frágiles que resulten ser en esos momentos. Y hay que decir que en la mayoría de los casos consiguen detectar el yerro y corregirlo. Un ejemplo: el pasado 15 de agosto se evitó que una errata ciertamente llamativa en el artículo en exclusiva de Salman Rushdie sobre los 50 años de la independencia de la India -aparecía 1977 en vez de 1997, año del cincuentenario-, se propagara desde la primera al resto de las ediciones.

Hay fallos que, a veces, no se deben al autor ni al proceso de producción, sino a la fuente. Pero tampoco en ese supuesto el periodista y el periódico pueden eludir su responsabilidad en la verificación y, en su caso, la corrección del desliz. Así, que el actual secretario general de la OTAN, Javier Solana, declarara el 27 de octubre de 1992, siendo ministro de Asuntos Exteriores: "Occidente, sí; OTAN, no", como se recoge en el artículo Por la boca muere elpolítico (El PAÍS, domingo 14 de septiembre), es un error o una errata del libro de citas consultado por el autor del artículo. Pero el periodista debió sospechar razonablemente que la inconsecuencia atribuida a Javier Solana no pudo llegar al extremo de manifestarse antiotanista siendo miembro del Gobierno de un país perteneciente a la OTAN. Es fácil imaginar el escándalo político que esa frase, dicha en esa fecha, hubiera provocado. Mucho más coherente es -como así fue- que Javier Solana pronunciara esa frase un 27 de octubre, pero de 1982.

Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector o telefonearle al número (91) 337 78 36.

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