De vírgenes y ninfas
En la calle de Fuencarral, entre zapaterías de saldo, tiendas de moda y otros comercios profanos, bajo un rústico tejadillo de discreta altura que contrasta con las edificaciones colindantes, subsiste un modesto y antiguo oratorio consagrado al culto de la Virgen de la Soledad, cuya imagen, débilmente iluminada, emerge de la piadosa penumbra para ser contemplada desde la acera por los viandantes. Asomarse por primera vez a la reja que guarda la intimidad del santuario es como zambullirse en otro mundo, en otro espacio y en otro tiempo. Urna intacta y silenciosa entre los escaparates chillones, regazo oscuro entre las luminarias comerciales, su propia supervivencia es por sí misma un prodigio, el mayor de sus milagros.Leí en alguna parte que estas ermitas urbanas, abiertas las 24 horas a la calle, se instalaban muchas veces en la proximidad de famosos burdeles para edificación de pecadores contra el sexto mandamiento. Aunque su utilidad como elementos disuasorios no estaba desde luego garantizada, estas capillas resultaban por lo general extremadamente rentables en el Capítulo de limosnas. Los pecadores, que en el trayecto de ida a su lugar de perdición evitaban pasar frente a ellas, recalaban con frecuencia frente a sus rejas de retorno de sus correrías, y allí, aguijoneados por su mala conciencia y abrumados por la universal tristeza que sucede al coito, aliviaban el peso de sus culpas depositando un generoso óbolo, un diezmo para el culto de la Virgen comprensiva e intercesora.
La virtud y el vicio, la santidad y el pecado, conviven puerta con puerta bajo el hojaldrado de los tejados madrileños. Cerca del oratorio de Fuencarral, entre las calles de Valverde, de la Puebla y del Barco, se alza desde el siglo XVII el convento de las madres mercedarias de Don Juan de Alarcón, donde se conserva el cuerpo incorrupto de la beata madrileña Mariana de Jesús, entre cuyos méritos consta el de haberse mutilado espontáneamente el rostro para inspirar repulsión al sexo contrario y así poder seguir su vocación de monja sin que nadie la estorbase. Las mercedarias de Valverde han vivido enclaustradas en el cogollo de la golfería noctámbula del centro de Madrid desde la fundación de su convento, pero tan impropia ubicación no les ha impedido albergar entre sus espesos muros un colegio femenino. Durante siglos, los ecos de las salmodias monjiles se escaparon por las celosías conventuales para unirse al coro irredento y blasfemo de daifas, proxenetas, locos y borrachos.
A la salida del colegio, las alumnas de las mercedarias, embozadas en sus capas y capuchas de reglamento, atravesaban años atrás las calles impuras, sin romperse ni mancharse, sin sufrir ni acoso ni molestia por parte de los miembros de la rufianesca cofradía que, al caer la noche, iban ocupando sus puestos sobre la acera. Con la permisividad de la democracia, los oscuros garitos del sexo salieron de la clandestinidad tolerada para anunciarse con escandalosos maquillajes de neón que hoy proyectan sus guiños lascivos sobre los muros del convento impertérrito.
Ahora leo que protestan los vecinos de la calle del General Moscardó porque les van a poner un sex-shop en sus dominios, y entre los argumentos que esgrimen para oponerse a la iniciativa aducen la proximidad de una basílica que podría ser profanada por el comercio virtual del sexo. En la lista de quejas se habla también de los niños del barrio, cuya inocencia se vería presuntamente mancillada por los rijosos parroquianos del establecimiento. Exagerada presunción, los mirones de las cabinas de los peep-shows (pay per view) y demás clientes de los supermercados eróticos suelen ser tipos huidizos y tímidos que caminan pegados a los muros de los edificios para no ser vistos cuando traspasan de forma subrepticia los umbrales del oratorio venéreo.
La zona de Orense y Capitán Haya, a la que pertenece la calle del General Moscardó, es, desde que le brotaron las primeras torres de aparcamiento y oficinas, aliviadero nocturno de pulsiones sexuales de alto standing en locales públicos o apartamentos privados. No hay marcha atrás, nada que oponer a la inercia de una tradición que acumula siglos en algunos enclaves del centro de Madrid, pero que empieza a sumar décadas en ciertas zonas de la ciudad nueva.
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