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Las guerras del agua

No hay vida sin agua. El conocimiento de la Luna y de Marte, que nos son cada día más familiares, nos lo recuerda con la condición inapelablemente muerta de sus paisajes. Agua y vida, agua y civilización son realidades indisociables y parece que fue en el valle del Jordán donde esa relación asumió por primera vez forma concreta y se tradujo en la civilización del agua. Organización estabilizada y viable de una conviviencia humana basada en ella. El Código de Amurabi, algunos milenios tarde, la dotó de la primera formulación escrita de un marco normativo para su uso.Pero el agua, en su origen patrimonio común de la humanidad, se ha visto sometida a un implacable decurso de apropiación por parte de las comunidades territoriales humanas que en los últimos siglos, y en especial en éste, han generalizado la institucionalización nacional del derecho del agua de tal modo que cuando pisemos la raya del 2000 habremos superado la cifra de las 200 jurisdicciones nacionales. Esta reivindicación nacionalista del agua coincide con la quiebra del Estado-nación y con la emergencia de las afirmaciones regiones/municipales y de las macroáreas políticas integradas. Lo que radicaliza su problemática y genera conflictos que con frecuencia acaban en guerras.

Los enfrentamientos en Oriente Próximo en el siglo XX son antes que nada una lucha por el agua. Desde el fin del Imperio Otomano hasta hoy el agua subtiende todos los antagonismos en dicha área. El Jordán y su principal afluente, el Yarmuk, han funcionado como fronteras entre los Estados de la zona, olvidando que la hidrografía y la geopolítica son difícilmente compatibles en áreas con escasos recursos hídricos. Las guerras de 1967 y 1973 han sido, aunque se hayan vestido guerras por el agua, cuyas victorias/derrotas lejos de haber resuelto el problema lo han agravado notablemente. Hoy, el Líbano y Siria están al borde de la crisis hídrica y Cisjordania/Gaza, Israel y Jordania viven ya dramáticamente la falta de agua, pues es imposible que las 400.000 hectáreas de agricultura irrigada en Israel y las 30.000 en Jordania continúen consumiendo el agua que necesitan. ¿Y cómo van a crear una agricultura los palestinos si no disponen de agua?

Guerras del agua, guerras de pobres. La penuria del agua es una mecha encendida en el polvorín de la pobreza que son los países en desarrollo. ¿Acabará en guerra el conflicto que opone Namibia a Botsuana por la utilización de las aguas del río Okarougo? Es evidente que si se reduce el volumen de este río que alimenta el delta del noroeste botsuano, principal zona cultivada de dicho país, será un golpe de muerte. Como también lo es que Namibia necesita aumentar sus recursos hídricos. ¿Pero esa gigantesca y lucrosísima obra hidráulica que impulsan y proponen a Namibia dos multinacionales de EE UU, y que supone una declaración de guerra con Botsuana, es la única solución posible? Las guerras han sido y continúan siendo el peor desenlace de cualquier conflicto. En el caso del agua, más que administrar la muerte lenta que significa intentar reducir hasta límites imposibles el uso del agua o asistir impotentes al agotamiento de los recursos hídricos, hay que aumentar la capacidad disponible, recurriendo a la producción de agua no convencional: desalinización del agua del mar, síntesis del agua y todas las otras técnicas hoy practicables. Producción que por cara que sea, será siempre más rentable económicamente para las comunidades concernidas que cualquier guerra, por barata que sea.

Como sostiene Robert Ambroggi, en el tema del agua, que es el gran tema del siglo XXI, hay que sustituir la geopolítica por la hidropolítica, apoyándola en una estructura de derechos y deberes y fundándola en una estructura de valores. Federico Mayor habla de la ética del agua y de la urgencia en devolverle, más allá de la mercantilización general de todo, su condición de bien común de la humanidad.

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