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Tribuna
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Literaturas y mediocridades

En las páginas de este diario analizaba recientemente Juan Cruz el embrollo de tergiversaciones a que ha dado lugar el malicioso eslogan de "Los 150 novelistas de La Moncloa" reformulado por Camilo José Cela como "Los 150 novelistas de doña Carmen Romero". Lo peor de todo esto es que, acogidos a tan eminente como lenguaraz paraguas, han entrado en escena toda una cohorte de manipuladores cuyas maniobras de confusión han desembocado grotescamente en una suerte de antifelipismo literario, figura ésta verdaderamente penosa, pues ni guarda relación con el personaje ni con la realidad.Coincidente con este espíritu, por azar o por necesidad, la vida literaria española lleva años pudriéndose de resentimientos, ambiciones desmedidas y guerracivilismos que en nada favorecen a la genuina creación verbal. Incluso desde órganos presuntamente respetables se dio hace ya años la orden de tirar con bala contra todo sospechoso de felipismo literario. El santo y seña era el antisectarismo de los tales literatos. Por eso, por afán de objetividad, cabe suponer, el diario de la derecha liberal publicaba, en septiembre del año pasado, un ovidio donde, sin conocer aún la reseña crítica que sobre un jaleado novelista de la liberal casa presumiblemente saldría al día siguiente en este diario en el que escribo, se atacaba con, falsedades e impresentables aprioris al reseñador, a la reseña y al periódico: todos eran igualmente sectarios por no aplaudir al nuevo genio ungido con la flor de lis. Esto, al parecer, es juego limpio, liberal respeto a la opinión ajena, deontología profesional.

Si La Moncloa o doña Carmen Romero son capaces de crear la asombrosa cantidad de 150 novelistas (nunca ha existido ni existirá esa cifra), los periódicos y órganos felipistas deben de haber creado ni se sabe. A Javier Marías, a Manuel Vázquez Montalbán, a Rosa Montero, les han vendido millares de ejemplares en toda Europa los tenebrosos circuitos de la conspiración judeomasónica periodística, que llegan a todas partes. En un nivel descendente, circulan periódicos provincianos -no de provincias- que tienen tribunas fijas desde donde se insulta, se difama y se calumnia abiertamente, mientras los ofendidos miran para otra parte, conscientes de que vivimos en un país donde no existe una ley antilibelo, y los ofensores, petulantes y con el viento a favor, sacan, gozosos, pecho, como lo sacan también en sus revistillas financiadas con dinero público, eso sí, y en sus libros, que casi siempre ven la luz con apoyo oficial o paraoficial. La genealogía de la mayoría de estos ofensores entronca de manera directa -es claramente demostrable- con el movimiento nacional. Se ve que han decidido sacarle partido a la impresentable democracia.

La conspiración judeomasónica periodística sigue existiendo para estos guerreros del antifaz de la pureza Y los propios intereses. Por eso, como reacción, se constituyen asociaciones de críticos penibéticos o mediterráneos que premian a los auténticos valores preteridos por el odioso centralismo, sin que importen las a veces más que evidentes relaciones amistosas entre jurados y premiados: para algo ha de servir la amistad, flor de los bien nacidos. Por eso, ante la publicación de nefastas antologías poéticas centralistas se perpetran otras de signo contrario, tenazmente juveniles y rabiosamente militantes, donde da la casualidad de que el poeta líder y más combativo rebasa a menudo la cincuentena.

No es suficiente todavía. Hay que insultar a domicilio, y así, en los buzones aparecen, de cuando en cuando, folletos ofensivos contra los escritores y críticos de la conspiración judeomasónica. A uno de nuestros mejores novelistas le ha salido una especie de don Diego Clemencín devaluado (el del XVIII le corregía a Cervantes el estilo, pero tenía maneras), que periódicamente envía por correo la relación de las escandalosas faltas contra el idioma y la cultura que perpetra el exitoso narrador. Con seudónimo, claro, con seudónimo, a imagen, y semejanza de la liberal casa matriz.

Lo que digo puede parecer exagerado, pero no lo es. En modo alguno se trata de pretender que la sociedad literaria sea una entidad angélica, pero sí de exigir un mínimo juego limpio. Invocar a estas alturas a Lope de Vega y a Góngora lanzándose insultos es, además de una falta de respeto a estos gigantes de la literatura universal -la falta de respeto está en- compararse a ellos-, es, digo, un craso anacronismo: en el XVII la joroba, la cojera, la enanez, eran objeto de burla y chanza socialmente aceptadas; pero hoy eso ha pasado a la historia, por fortuna. Idéntica suerte deberían correr, por tanto, insultos y denuestos, a falta, preciso, de los tribunales pertinentes. Sería grotesco que el summum de la buena literatura lo marcara el camarada azulenco que pergeña un artículo titulado Hacerse pis, donde arremete, como anuncia, contra sus enemigos, mientras sus demócratas lectores sonríen complacidos ante tanto ingenio.

En todas las sociedades literarias han existido autores excelentes y mediocres, autores excelentes poco valorados (aunque no muchos) y autores mediocres bien valorados (demasiados). La justicia literaria es fenómeno problemático y cambiante. El afán de triunfo es muy legítimo y el afán de no verse superado también, aunque a veces se echa en falta algo de más generosidad. Pero el insulto, el denuesto, la calumnia, son patrimonio de los navajeros de la literatura, y el hecho es que hay demasiada navaja verbal circulando e hiriendo y sustituyendo el debate por- la agresión, la legítima polémica estética por el empellón palabrero, avulgarado y mordaz.

¿Y la literatura? Como es la que menos importa, la dejamos para mañana, qué le vamos a hacer. "Siempre mañana y nunca mañanamos que dijo el viejo Lope.

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