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El mayor espectáculo audiovisual

Ángel S. Harguindey

El entierro de la princesa de Gales (La-Didí, como la llamaba una ardorosa y autóctona empleada del hogar) será, sin duda, el auténtico mayor espectáculo audiovisual de la historia. Los expertos señalan una posible audiencia en torno a los 2.500 millones de televidentes, uno de cada dos ciudadanos del planeta. Un dato a tener en cuenta para tratar de comprender, o intuir, algunas de las reacciones sociales de este convulso, confuso y apasionante fin de siglo.Diana de Gales ha sido, probablemente, una mujer de escaso -o al menos poco conocido- talento. Sus entrevistas no eran brillantes. Nada hay en su vida que resulte inolvidable. Vista desde la distancia y con la información suministrada por la industria audiovisual (en la que se deben incluir las revistas del corazón, mucho más visuales que textuales) su perfil era el de una señorita de buena familia, educada, relativamente atractiva, discreta y que se casó con un príncipe que, todo hay que decirlo, también era educado, mucho menos atractivo y a tenor de sus escasas declaraciones y entrevistas públicas, con un coeficiente mental de similar nivel al de la joven desposada. Tuvieron dos hijos. Tuvieron amantes, discusiones, decidieron divorciarse, y sus respectivos abogados mantuvieron largas y duras negociaciones sobre el vil metal. Una historia similar a la de millones de mortales. Y, sin embargo, su entierro va a romper todos los techos de audiencia televisiva imaginables. ¿Por qué?La difunta princesa es una creación absoluta, de los medios de comunicación de la imagen. Desde que se casó, hace 16 años, y hasta su reciente muerte, Diana de Gales entraba en los hogares de todo el mundo con una constancia indiscutible. Todos, con más o menos interés, hemos seguido su noviazgo, su boda, sus embarazos, los bautizos de sus hijos, sus vacaciones familiares, sus disgustos conyugales, sus anorexias, sus intentos de suicidio, su ruptura, sus novietes, sus noviazgos y su absurda muerte. Diana Spencer, princesa de Gales, en realidad era como de la familia. Con un factor añadido: desde su separación matrimonial, hace cuatro años, demostró mucha más habilidad para ganarse el favor de los ciudadanos que quienes, desde el desconocimiento y la soberbia injustificada, pensaron que bastaba con ser un Windsor para que el mundo acatara sus decisiones sin más.

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Las televisiones españolas dedican más de 40 horas al entierro de Diana

Hoy, sábado, asistiremos de forma conjunta a varios fenómenos colectivos: al delirio cuantitativo de espectadores; a la inconfesada torpeza y estupefacción de unas familias reales que hace tiempo deambulan desnortadas por los escasos restos mentales de unos inexistentes reinos, y a la íntima convicción de que ha muerto una de las primeras creaciones audiovisuales de la nueva era en la que los baremos y gustos para crear sus mitos son, también, nuevos, como lo es su duración. Hoy participaremos en el gran rito y, probablemente, dentro de un mes se habrá olvidado. Eso es lo que hay.

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