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Extraño Parlamento

Soledad Gallego-Díaz

Volvemos en toda la Unión Europea de las vacaciones de verano con la polémica sobre la moneda única ligeramente adormecida. Pero no pasaran muchos días sin que vuelva a renacer y una vez más haya que discutir sobre euro fuerte o débil, el futuro de los países del Sur, el papel de Helinut Kohl o las enésimas declaraciones del presidente del Bundesbank.Lástima que en medio de esas polémicas, los responsables políticos europeos nunca encuentren tiempo -ni, sobre todo, ganas- para discutir sobre un tema que subyace detrás de todo el proceso de construcción de la Unión y que, al parecer, les aburre extraordinariamente: el hecho de que la mayoría de las decisiones que han adoptado o van a adoptar en los próximos meses no están sometidas a mecanismos de control democrático.

Gulio Andreotti, que tenía mucha finezza aunque probablemente no deba ser citado como fuente de autoridad en temas relacionados con la democracia, decía que lo curioso de la UE es que no cumple los requisitos mínimos de separación de poder ejecutivo y legislativo y control del primero por parte del segundo que, sin embargo, exige a todos sus miembros. "Europa -resumía en una brillante paradoja- no puede ser aceptada en la CEE".

El problema del famoso déficit democrático no es de fácil solución. La UE no es un Estado ni una federación y la soberanía sigue residiendo en los Parlamentos nacionales de los países miembros. El Parlamento Europeo, por mucho que se elija por sufragio universal y por mucho que haya visto mejorado su papel en el Tratado de Maastricht, no representa la "voluntad general", con lo que su papel legislativo es menor y su capacidad de controlar al Consejo de Ministro de la Unión, extremadamente débil.

Los quince parlamentos en los que sí reside la soberanía no tienen tampoco posibilidad de enmendar o tomar la iniciativa sobre las leyes europeas ni poderes para controlar al "ejecutivo" de la UE.

Es indudable que todo el proceso de construcción europea se ha venido haciendo sobre la base de la preponderancia del poder ejecutivo sobre cualquier otro y sobre la suposición de que la legitimidad democrática del entramado europeo descansa en la legitimidad "de origen" de los Gobiernos que forman parte del "colegio" comunitario.

El problema se agudiza desde el momento en que, en virtud de Maastricht, los países que entren en la tercera fase de la Unión Monetaria van a ceder la soberanía sobre su propia moneda para pasar a compartir con sus socios la soberanía sobre la moneda común. ¿Cómo van a controlar los parlamentos nacionales las decisiones que adopte el Consejo de Ministros de la UE sobre esa moneda?

Cierto que buena parte de la política monetaria de los países miembros está ya en manos de sus bancos centrales, dotados de una gran independencia, y que a partir de enero de 1999 será el Banco Central Europeo el que realice esa labor. El hecho de que el BCE vaya a ser el banco central más independiente del mundo -no están previstos ni tan siquiera los suaves canales de influencia que ejercen actualmente los Gobiernos- no va sin duda a mejorar la percepción de muchos ciudadanos de que el papel tradicional de los parlamentos está quedando cada día más difuso.

Probablemente es mucho pedir que sean los propios gobernantes -que de alguna forma se benefician de la preponderancia del poder ejecutivo y de esa falta de control parlamentario- quienes busquen posibles soluciones. Tampoco parece que la sociedad civil sea capaz de encontrar fórmulas para atajar el evidente deterioro de principios democráticos que parecían inamovibles. El problema es que si los ciudadanos no entienden como funciona la Unión y se limitan a rumiar su frustración, no sería luego de extrañar que algunos referendos produzcan resultados inquietantes.

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