No nos merecemos esto
Quien sea aficionado a la lectura de los libros que se han escrito en España acerca de la transición sabe que -sea cual sea su carácter- existen dos teorías contrapuestas acerca de por qué se llegó a un final feliz. Para algunos fue la propia clase política la que supo llevar a cabo una complicada operación de ingeniería política ante la mirada pasiva de los ciudadanos. Para otros, en cambio, los dirigentes no hicieron, otra cosa que aprender formas de comportamiento consensual propias de una sociedad ya madura que obligó a rectificar en cada momento peligroso a quienes dirigían los partidos. Sin duda, la respuesta más oportuna a este interrogante consiste en decir que fue la combinación cotidiana de ambos factores la que produjo ese resultado.Pero hubo alguna excepción y cuando se produjo todo el proceso se puso en peligro. El ejemplo más claro es el ambiente que precedió al intento de golpe de Estado. El porcentaje de los españoles que estaba descontento de la democracia era reducido, aunque el número de los "desencantados" fuera superior. Pero una ventolera de insensatez recorrió las filas de la clase dirigente. Comunistas que hoy asesoran a Aznar; derechistas que, por puro despecho antisuarista, estaban dispuestos a proponer un Gobierno extraparlamentario, alguno de esos periodistas paniaguados del franquismo a quienes compañeros de profesión situados en las antípodas no tienen reparo en calificar como "maestro" e incluso opositores muy demócratas -pero nada lúcidos- dieron pie a que los involucionistas de siempre pensarán que su opción era viable. De aquellos polvos vinieron los Iodos posteriores que cayeron sobre las espaldas de los políticos, pero también de los ciudadanos.Existe un paralelismo entre este género de situación y la que hoy se da en relación con el terrorismo. La actitud de los ciudadanos está muy clara, pero la de los grupos políticos sólo admite la sensatez a título de excepción. Por fortuna, quienes están más cerca de los acontecimientos o tienen una responsabilidad más directa para enfrentarse con la cuestión son aquellos que merecen mayor respeto. Cuando se leen en la prensa las declaraciones de Mayor, Atutxa o el alcalde de Ermua se adquiere la reconfortante sensación de que tan graves asuntos están en las manos oportunas. Lo malo es cuando se pasa a tomar en consideración la posición global de los partidos políticos.
HB tiene tan poca razón que ni siquiera es seguro acertar cuando se está en contra de una actitud concreta suya; por eso no tiene sentido empeñarse en celebrar una procesión de autoridades que va a acabar como el rosario de la aurora. Traer de Santo Domingo a unos terroristas que están neutralizados desde hace tiempo no es una heroicidad, ni soluciona el problema esencial, pero de ahí a imaginar que por ello se han destruido todas las posibilidades de negociación política existe un abismo. La televisión pública puede rozar la melosidad al tratar dé la acción del Gobierno, también en materia antiterrorista, pero existe una patente desmesura al atribuirle unos propósitos semejantes a los del ministro de propaganda nazi. No se puede pretender que los nacionalistas vascos dejen de serlo, pero en EA debieran ser conscientes de que por el mero hecho de decir que el terrorismo tiene un origen político -lo que es, una obviedad- no se resuelve nada. ETA no sólo no puede vencer, sino que desde su momento de mayor incidencia, a comienzos de los ochenta, comenzó una agonía de la que lo lamentable es su morosidad. La voluntad y la capacidad de acelerarla están en las manos de quienes tienen la responsabilidad de dirigir las fuerzas políticas. Resulta obvio que si al pacto de Ajuria Enea se hubiera llegado en 1978 en vez de 10 años después o si la colaboración de las fuerzas políticas hubiera sido definitiva en 1979 en vez de verse perjudicada por los titubeos y zancadillas de hoy mayores posibilidades existirían de resolver el problema.
Pero no es así. Con demasiada frecuencia sobre esta cuestión, que nos ha lanzado a todos a la calle, da la sensación de que sólo opinan personas de escaso fundamento y caletre averiado que malgastan su tiempo -y, el nuestro- en minucias que serían irrelevantes si no pudieran afectar a vidas humanas. No nos merecemos esto. La clase política debiera recordar que ya en alguna ocasión, con el proceso autonómico, emprendió una senda que no tenía mucho que ver con la sabiduría popular y fue luego convenientemente revolcada. De entrada, podría darse cuenta de que su actitud de hoy alimenta lo mismo que ya causó el ambiente precursor del 23-F. Nos producen auténtico rubor.
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