Terrorismo y narcotráfico
Para quienes, desde las agencias estatales especializadas o los recintos universitarios, se interesen por los problemas de seguridad interior que en la actualidad afectan a las democracias, los vínculos existentes entre terrorismo y narcotráfico no constituyen un hecho novedoso. Aunque tales ligámenes suelen ser interpretados de manera estereotípica y simplista, su evidencia resulta preocupante. Por una parte, hace ya tiempo que los grandes carteles latinoamericanos vienen utilizando la violencia terrorista para mejor proteger sus negocios ilegales, recurriendo a bandas de asesinos profesionales, miembros de algunos grupos guerrilleros con los que han mantenido en el pasado arreglos mutuamente beneficiosos o activistas excedentes de ciertas formaciones insurgentes europeas. Por otra, los gobiernos patrocinadores del terrorismo internacional, así como servicios secretos envueltos en acciones subversivas fuera de sus fronteras estatales, vienen financiando buena parte de dichas actividades mediante los dividendos que origina el tráfico ilegal de sustancias estupefacientes. Finalmente, no cabe duda de que, a lo largo de las últimas dos décadas, las propias organizaciones terroristas activas en las sociedades industriales avanzadas sé han visto cada vez más implicadas en el comercio no autorizado de drogas.En concreto, esta creciente asociación entre los grupos terroristas y el mundo de los narcotraficantes se debe, básicamente, a tres circunstancias. En primer lugar, las similitudes existentes entre el terrorismo y otras formas de seria delincuencia han facilitado su mutua conexión, a pesar de que persiguen objetivos finales aparentemente distintos y hasta dispares. No en vano, ambos ámbitos disponen de entramados organizativos clandestinos y fuertemente centralizados, que pueden complementarse en la eventual realización de algunas funciones para las cuales hayan adquirido habilidades específicas. Les es también común la práctica habitual de métodos intimidatorios para mantener la disciplina interna entre sus miembros y hacer avanzar los respectivos intereses colectivos. En uno y otro caso, las autoridades gubernamentales suelen constituir el principal adversario al que hacer frente, especialmente cuando las actividades delictivas se llevan a cabo en el marco de regímenes democráticos consolidados. Tanto el terrorismo como el crimen organizado se caracterizan, además, por tratarse de fenómenos ampliamente transnacionalizados, lo cual incrementa el número de escenarios en que pueden encontrarse y favorece la acción de agentes intermediarios.
En segundo lugar, el comercio ilegal de sustancias estupefacientes es susceptible de proporcionar a las organizaciones terroristas cuantiosos e inmediatos fondos, necesarios para la ejecución sostenida de campañas violentas y el mantenimiento de estructuras clandestinas. Lo cual adquiere particular relevancia en el caso de asociaciones secretas cuya lógica es propensa a que el imperativo de la propia supervivencia prevalezca pronto sobre otros fines declarados de índole programática. Así, en diferentes grupos terroristas palestinos establecidos en territorio libanés hacia mediados de los setenta utilizaron durante años, como fuente de ingresos económicos con los que acumular los recursos necesarios para perpetrar atentados en Oriente Medio y Europa Occidental, la exportación del hachís cultivado por extenso en el valle de la Beka'a. También los provisionales del IRA han participado en el comercio ilegal de narcóticos para obtener dinero fácil y en efectivo. En la segunda mitad de los ochenta, por ejemplo, introdujeron gran cantidad de marihuana en los Estados Unidos para financiar la adquisición de armas de fabricación norteamericana y hasta se asociaron con la mafia de Detroit a fin de embarcar cocaína boliviana con destino al Reino Unido. Ya en los noventa, los Grupos Islámicos Armados, que han extendido el terrorismo fundamentalista a los países de la ribera septentrional del Mediterráneo, han conseguido atraerse para sí, beneficiándose de sus actividades, una serie de redes delictivas argelinas, incluidas las que canalizan el tráfico ilícito de sustancias estupefacientes.
En tercer lugar, la actual estructura del mercado negro internacional de armas tiende a impedir transacciones que no descansen sobre la misma infraestructura utilizada para el comercio ilegal de drogas y otras formas de grave criminalidad organizada. De otro modo: resulta muy difícil hacerse cliente de los traficantes de armas sin serlo al mismo tiempo de los narcotraficantes. En este sentido, resulta más que elocuente el testimonio de alguien que perteneció al comité ejecutivo de ETA político-militar entre finales de los setenta e inicios de los ochenta, hoy en día reinsertado, con quien tuve ocasión de mantener una conversación grabada hace algo más de dos años. Hablando sobre los contactos internacionales de la organización en que militaba, asunto del cual era muy buen conocedor, comentó literalmente, entre otras cosas y a pesar de una indudable cautela mostrada, lo siguiente: "... a través de otros movimientos nos presentaban al inframundo de la mafia, de todo eso. Estás en un mundo de drogadictos. Y entonces, algún día te dicen: 'Pues te vendo, por ejemplo te voy a vender 50 browning y tú tienes que comprar un kilo de heroína también'. Entonces tienes un problema ético inmenso. Pero si abajo, aquí, te están esperando, están haciendo la guerra... Cincuenta browning y tienes que comprar un kilo de heroína". Puesto que estas situaciones no han variado, quien leyere considerará probablemente verosímil que, ahora como entonces, la droga así adquirida sea revendida. Incluso podrá imaginar, con razón, que se revenda principalmente en el País Vasco, donde los terroristas y sus allegados conocen bien el mercado. A pesar de que ETA manifieste una retórica hostilidad hacia el consumo de drogas y atente ocasionalmente, intentando dar crédito a sus proclamas, contra desdichados camellos locales.
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