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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El caso del juez Gómez de Liaño

LA RECUSACIÓN del juez Javier Gómez de Liaño por Juan Luis Cebrián en el llamado caso Sogecable ha dado lugar a una polémica, vivamente sostenida por los querellantes y sus cómplices mediáticos, acerca de la oportunidad del procedimiento de recusación de jueces en nuestro ordenamiento jurídico y de la manera de instruirlos. Llama la atención, aunque a estas alturas no debiera ser así, el hecho de que para los numerosos columnistas y comentaristas partidarios del acoso al grupo PRISA, sostenedores de las insidiosas acusaciones que se han lanzado contra la empresa de televisión que gestiona, la imparcialidad y profesionalidad del juez Garzón, encargado de decidir, se vería solamente reconocida si dicho magistrado hace lo que ellos quieren. De esta forma, los periódicos adictos al poder y los tertulianos de la radio episcopal pretenden convertirse de nuevo en los verdaderos jueces de este país, capacitados para decidir qué es o no verdadero en cada caso, y dedicados a la presión, cuando no al chantaje, sobre cualquiera que se les enfrente. La amenaza y la adulación son, de forma alternativa, sus armas.Pero lo que de verdad interesa en este caso es poner de relieve la necesidad de contar con una justicia vigorosa, verdaderamente independiente, capaz de pronunciarse con rigor y rapidez sobre los conflictos entre ciudadanos y de perseguir el delito y a sus autores, con respeto a cuantas garantías procesales, se prevén en nuestro ordenamiento jurídico. Sin un funcionamiento adecuado de la justicia, la democracia no podrá subsistir o será un remedo, una pura apariencia. Y aunque es preciso reconocer que mucho se ha andado desde el comienzo de la transición política en este terreno, episodios recientes, como el desprecio manifiesto del Gobierno hacia la carrera fiscal o el comportamiento caprichoso y aun delictivo de algunos magistrados, como en el caso Estevill, empañan la imagen de los tribunales.

El tema que comentamos se ha querido presentar, de forma inapropiada, como un conflicto entre jueces. Nada más lejos de la realidad. La posibilidad de recusar a un juez -por animadversión al justiciable o interés indirecto en la causa- es algo establecido en nuestra Ley de Enjuiciamiento y en la ley del Poder Judicial. Resulta un procedimiento común en todos los países democráticos y nadie debería escandalizarse porque la practiquen quienes creen conculcados sus derechos. No implica para nada un juicio sobre las cualidades personales o profesionales del juez recusado, sino sobre las circunstancias concretas que le limitan en el caso, y existe un método para que el encargado de decidir pueda formarse una opinión adecuada: la práctica de la prueba propuesta por el recusador. La suposición de que una recusación representa un juicio al propio magistrado sólo puede anidar en la cabeza de quienes temen que algo semejante ocurra. Por último, la idea de que un juez no puede aceptar la recusación contra otro sin enfrentarse a él es del todo descabellada, y muestra una concepción corporativa y cerrada de nuestra Administración de justicia.

De lo que no cabe duda es de que la Audiencia Nacional puede sufrir con este caso un deterioro de su prestigio aún mayor del que ya aprecia la opinión pública; o no: puede ser la ocasión en la que se demuestre que con los errores y defectos inevitables, y con las reformas pertinentes, seguirá siendo un órgano jurisdiccional útil y eficaz en la persecución del terrorismo y el narcotráfico y en la de los grandes delitos económicos. Precisamente son algunos de los condenados o procesados en estos últimos casos quienes con mayor empeño y astucia se dedican a crear una desconfianza general que sólo a ellos beneficia.

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Son los propios jueces quienes más deben velar porque este tipo de incidentes no arrojen la más mínima sospecha sobre la imparcialidad de nuestros tribunales. Por lo mismo, cuestiones como la que comentamos tienen que dilucidarse en un ambiente de serenidad y de normalidad. Pero el acoso a que ha sido sometido Baltasar Garzón desde que decidiera admitir a trámite el incidente de recusación interpuesto por el consejero delegado de Sogecable, no sólo supone un ataque inadmisible -que merecería la protección del Consejo del Poder Judicial-, sino la demostración evidente de que quienes han instado y aireado las acusaciones contra esa empresa no quieren que el caso se instruya si el instructor no es precisamente un juez de su afección.

Por lo demás, Javier Gómez de Liaño no sólo tiene pendiente el incidente de recusación; cuenta también con un expediente abierto por el Consejo del Poder Judicial y ha sido corregido en seis ocasiones por la Sala de la Audiencia, que rectificó severamente los errores y arbitrariedades por él cometidos en la instrucción del caso que nos ocupa. Algo que olvidan con inusitada y sospechosa frecuencia los columnistas que le jalean.

No ayuda por su parte Gómez de Liaño a ese clima de serenidad con sus pintorescos escritos dirigidos a su colega Garzón. Su disposición a considerarse él mismo "acusado" y no sólo "recusado", su empeño en presentar testigos que avalen su imparcialidad -entre ellos nada menos que al denunciante de la causa y a uno de los querellantes- hablan por sí solos del ánimo con el que se enfrenta a un asunto del que hemos dicho desde el principio que se trata de un auténtico montaje. Pero no es hoy ésta la cuestión: la cuestión está en saber si para recusar a un juez, incluso si es tan peculiar como el que nos ocupa, es preciso que se arme semejante escándalo. Y si un hecho tan sencillo y procedimental como éste ha de obligar a Garzón a elegir entre el dilema de comportarse como un héroe o doblegarse ante la insidia, en vez de a hacer tranquilamente su trabajo, cualquiera que sea el resultado.

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