Seis soldados
El quinto, Galeano, también llamado MendozaPor BERNARDO ATXAGA
CUANDO ERA MUY JOVEN, yo pensaba que los sufrimientos espirituales no sobrepasaban los límites del alma y que una depresión, pongamos por caso, en nada afectaba al cuerpo, que era posible sentirse abatido y a pesar de ello subir hasta la cima de una montaña sin fatiga alguna; pero a medida que fue pasando el tiempo y su rueda, por decirlo así, me fue cogiendo debajo, en especial cuando mis padres murieron, pude comprobar que no era así, que el sufrimiento espiritual no se acaba con las lágrimas, sino que va más allá y afecta directamente al cuerpo, haciendo que los músculos te duelan, o debilitándote las piernas, o llenándote la cabeza de pesadillas, como le ocurre a un enfermo con cuarenta de fiebre. Con todo, yo asociaba ese efecto violento a hechos igualmente violentos, por ejemplo a la muerte, y no me cabía en la cabeza que pudiera darse por una mera cuestión de sentimientos. ¿Sufrir por amor? ¿Ser engañado y pensar por ello en el suicidio? Todas esas historias me parecían propias de esas canciones que figuran en las listas de los discos más vendidos, pura superchería, y nunca imaginé que yo pudiera protagonizar una de ellas. Entonces ocurrió lo de Pilar, y, reaccionando a la manera del sargento Valverde, me vi incapaz de enfrentarme a la situación y busqué refugio en el servicio militar. Sólo que el sargento Valverde recurrió a la legión, y que yo, en cambio, me incorporé a un campamento común y corriente.Cuando uno entra a formar parte del ejército pierde parte de sus rasgos característicos, por ejemplo la manera de vestir o de peinarse o la posibilidad de organizarse el día a su manera, y como consecuencia de todas esas pérdidas se tiene la impresión de estar adoptando una nueva personalidad. Luego, al poco tiempo, la impresión se consolida, sobre todo cuando los compañeros te asignan un nuevo nombre o cuando, por la cuestión jerárquica, empiezan a resurgir sentimientos que uno creía haber dejado para siempre en la infancia. Fue lo que me sucedió a mí. Después del viaje en tren con Zanguitu, Raúl y los otros, y una vez instalado en el campamento, me veía distinto en el espejo, y me costaba creer que la cabeza rapada que veía en él me perteneciera. Además, todos me llamaban por mi segundo apellido, Mendoza, porque era el que me oían repetir cuando al pasar lista el sargento gritaba mi primer apellido, Galeano. Por otra parte, yo cumplía obedientemente las órdenes de los oficiales, y me di cuenta de que esa sumisión me proporcionaba, como en tiempos de la escuela, una gran alegría o, aún peor, que bastaba una palabra de aprobación del teniente o del capitán, "muy bien, Mendoza, un disparo excelente, Mendoza" para que se me pusiera carne de gallina. Evidentemente, en otras circunstancias me habría rebelado contra esa transformación, un tanto indigna; pero, en el estado anímico en que me encontraba, dolido por aquel desgraciado asunto amoroso y al mismo tiempo avergonzado por ese dolor, no me resistí. ¿Que me estaba transformando en otra persona? ¿Y por qué no? Quizá no fuera el nuevo Mendoza una persona tan entera como el Galeano de antes; pero tampoco tendría sus problemas.
Había en mi nueva situación, al menos en un principio, algunas cosas que me ayudaban mucho: el altísimo número de soldados, por ejemplo, o el paisaje. Debía haber en el campamento más de dos mil soldados, y moverme entre ellos era para mí una deliciosa forma de anonimato, porque nadie me ponía los ojos encima; tenía algún año más que la mayoría, pero eso no me hacía muy distinto a los demás. En cuanto al paisaje, el campamento sólo tiene matojos, roquedas y un pinar, el pinar famoso donde a Pajarín empezó a seguirle la urraca, y es puramente un erial, muy cálido en verano y muy frío cuando, como ahora, llega el invierno. Sin embargo, a mí me gustaba. ¿Qué era yo? ¿Un hombre que deseaba huir de la vida y elegía paisajes donde aquélla faltaba? ¿O era la necesidad de castigarme lo que me marcaba? Quizá sí, y tal vez por ello procuraba apurar el cáliz, pasando largas horas bajo un sol abrasador o aguantando hasta el extremo de asombrar a los oficiales cuando hacíamos marchas. Sin embargo, afortunadamente, aquello no se prolongó demasiado. Como reza el dicho, Debile principium melior fortuna sequatur, y también yo salí del anonimato y encontré amigos en el desierto. En otras palabras, empecé a visitar el calabozo y conocí a Valverde, Zanguitu, Pajarín y los demás, y gracias a ellos me fui recuperando. Poco a poco, el dolor se mitigó, y Pilar fue alejándose de mi recuerdo. La imagen que cada mañana al despertarme se instalaba en mi cabeza pasó a ser un fantasma que sólo me visitaba de cuando en cuando.
En el trayecto que me llevó del desierto a mi nuevo círculo de amigos recuerdo en especial dos momentos: el día que por primera vez salí del campamento y fui al cine, y el día que pusieron en libertad a Zanguitu. Fueron para mí como el infierno y el cielo, lo peor y lo mejor, lo más desgraciado y lo más feliz.
El infierno me lo encontré el día que salí del campamento y fui al cine, a una sala de sesión doble. Casualmente, pues había elegido la sala al azar, sin fijarme en la cartelera, la película que ponían resultó ser la menos adecuada para mí, pues se trataba de la historia de amor entre la joven Lolita y el maduro Humbert Humbert. Muy pronto, casi con los primeros fotogramas, mi mente se separó de mi voluntad volviéndome a traer los momentos que había vivido con Pilar, de manera vertiginosa además, con imágenes que daban vueltas y formaban una rueda en la que cada imagen era más desagradable que la anterior. Comprendí entonces que el cambio que había notado en mí en aquellos primeros días de campamento no era tan grande, que necesitaría algo más para superar el problema que tanto perturbaba mi alma. "Pero, ¿es tan grave el problema? ¿No es una tontería?", me preguntaba. Pero era inútil. La sala de cine se había convertido para mí en una cámara de tortura.
Hacia la mitad de la película, no pudiendo aguantar más, salí a la calle, y me encontré con Fernando. Al principio no le reconocí, porque se había afeitado la barba. "¿No te acuerdas? Soy amigo de Zanguitu. Hicimos el viaje en el mismo compartimento", me dijo a manera de saludo. A continuación, después de confesar que tampoco a él le gustaba la película -pensaba que habría más sexo-, trajo a colación lo que había pasado el día de nuestra llegada al campamento. "¿Qué podemos hacer para sacar a Zanguitu del calabozo?", me preguntó. Yo le conté la verdad, que había solicitado audiencia con el coronel y esperaba que lo soltaran cuanto antes. "El coronel lo entenderá enseguida. Alguien como Zanguitu, que es medio analfabeto, no puede venir a la mili con el petate lleno de propaganda política", concluí. "Yo creo que hay un camino más directo", me dijo él entonces. Estaba comiendo un sandwich con mayonesa y tenía restos de salsa en la comisura de los labios. "¿Por qué no denunciamos al verdadero culpable? A esa persona que tú y yo conocemos, quiero decir", propuso luego. Era, una trampa, claro, pero en ese momento no me di cuenta. No puse en duda que fuera amigo de Zanguitu, y pensé que estaba preocupado por él. Obviamente, lo único que pretendía era sonsacarme. Al pertenecer él a otro barracón, no había presenciado la escena, no había visto a ese bocazas de Raúl acercarse a la taquilla de Zanguitu y dejar allí las octavillas, y por algún motivo buscaba mi confirmación, la certeza de que, efectivamente, aquello había sido obra de Raúl. Sin darme cuenta de la doble intención de su pregunta, le contesté que era mejor conseguir que pusieran en libertad a Zanguitu sin perjudicar a nadie, es decir, admití de facto el delito de Raúl. Al fin y al cabo, la persona que él y yo conocíamos sólo podía ser él.
No volví a toparme con Fernando hasta cinco o seis meses más tarde. Sucedió en el calabozo del campamento. Yo me dirigía a dar una clase a Pajarín y Zanguitu, y, de
pronto, allí estaba él. "¿De dónde has salido tú?", le pregunté sorprendido. "¿Y tú?", me replicó él. También él estaba sorprendido, o más aún, desconcertado. "Me quedé en el campamento como instructor", le expliqué. Entonces él se puso bastante nervioso, y me dijo que hacía tiempo que le debía una visita a Zanguitu y que por eso estaba allí. No mencionó ni la necesidad de hacer algo por él ni, cosa extraña tras lo que me había dicho unos meses antes, el nombre de Raúl.
Poco después de aquel encuentro, a la semana siguiente, recibí una llamada de la policía militar: "Sabernos que usted, Mendoza, es un buen soldado, y estamos seguros de que sabrá ser discreto", me dijeron cuando me presenté ante ellos. Yo les dije que naturalmente, que contaran con ello. "Ese soldado, ese tal Fernando, es un delincuente, y hace tiempo que andamos detrás de él. Necesitamos saber qué tipo de relación tiene con Zanguitu". Yo me lancé a defender a Zanguitu, pero ellos -eran dos, uno de pelo blanco y el otro muy joven, con aspecto de estudiante- me dijeron que es tuviera tranquilo, que no albergaban ninguna sospecha acerca de Zanguitu. "Se ha visto implicado en ese asunto de la propagan da, pero tenemos constancia de que el coronel está en muy buena disposición y confiamos en poder solucionar el problema en breve. Ahora bien, sabemos también, porque así nos lo ha dicho el propio coronel, que Zanguitu es tremendamente terco y que le da por quedarse mudo. Por eso hemos acudido a usted". Les dije que lo comprendía, y que, efectivamente, Zanguitu estaría dispuesto a colaborar si yo se lo pedía. Y así fue. Cuando le con vencí de que no pretendían hacerle ningún mal, comunicó a los de la policía mili tar el motivo de las visitas de Fernando. "Parece que viene a vender revistas pornográficas, pero eso no es todo", explicó Zanguitu. "Viene a pedir dinero. Me dice que si le doy dinero me dirá el nombre de la persona que metió la propaganda en mi taquilla". Tras intercambiar una mirada, los policías le preguntaron por la cantidad de dinero que pedía Fernando a cambio de la información. "Doscientas mil pesetas", dijo Zanguitu. "Pero yo no le he dado ni un céntimo", añadió, poniéndose a la defensiva. "Déjame que te explique lo que vas a hacer, Zanguitu", le dijo entonces el policía de más edad, hablándole muy despacio. "Vas a darle a ese tipo las doscientas mil pesetas que pide. El dinero lo pondremos nosotros, por supuesto. Y que te diga el nombre. Nos interesa bastante". Zanguitu asintió con la cabeza, y les preguntó a ver cuándo lo sacarían del calabozo. "Yo creo que muy pronto", le dijo el joven. "¿Para navidades?", insistió Zanguitu. "Habrá que ver qué curso toman los acontecimientos. Primero hay que aclarar el asunto de Fernando", le contestó el de pelo blanco.
A la mañana siguiente, pedí permiso en las oficinas del campamento y me puse en camino hacia un pueblo llamado Boadilla, donde el bocazas de Raúl estaba destacado en un puesto de transmisiones. Lo localicé enseguida, en una caseta situada en un extremo del cuartel, tumbado en un camastro y leyendo un periódico. Al principio ni siquiera me reconoció, y tuve que explicarle que era el profesor de Biología que había viajado con él en el tren, y que habíamos estado juntos en el campamento. "Zanguitu sigue en el calabozo", le dije a continuación, cuando por fin me reconoció. "¿Todavía?", se sorprendió él. Permanecía tumbado en la cama cuan largo era. "¿A qué has venido?", me preguntó luego. "Zanguitu lleva cerca de seis meses en el calabozo por tu culpa, y creo que ha llegado el momento de que ocupes su lugar", le dije. "Pues, yo lo veo muy complicado", dijo él poniéndose hosco. "Me decepcionas", le confesé. "¿Dónde han quedado tus ideas? ¿Qué derecho tienes tú a protestar contra nadie después de haber actuado así con Zanguitu? Por favor, ten un poco de dignidad y aclara las cosas ante la policía militar". El hundió la cabeza entre las hojas del periódico y me dijo que me fuera de allí, que lo dejara en paz. Era la reacción que esperaba, y me arrepentí de haber aplazado tanto la decisión de denunciarle. "Está bien", le dije, abriendo la puerta de la caseta. "Voy a hablar ahora mismo con los de la policía militar". Al oír aquello, por fin cambió de postura y se sentó en el borde del camastro. "SI lo haces, te habrás convertido en chivato para toda la vida", me contestó. "Por eso te aborrezco", le dije, "porque me obligas a hacer una cosa que me repugna. Puedes sentirte satisfecho. Primero le hiciste la jugada a Zanguitu, y ahora me la haces a mí". Me habría gustado comentarle lo de Fernando, que si no lo denunciaba yo lo haría Fernando a cambio de las doscientas mil pesetas, pero me acordé de lo que había prometido a la policía militar y guardé el secreto.
Cuando pusieron en libertad a Zanguitu celebramos una fiesta especial en la sala de guardia contigua al calabozo, y el sargento Valverde trajo todas las botellas y dulces que habían sobrado en navidades. Todos nos sentimos muy contentos, incluido Pajarín, que en adelante tendría que sobrellevar en solitario lo que le quedaba de condena, e hicimos cábalas acerca de lo que estaba pasando. El sargento Valverde no paraba de hacerme preguntas, pues sabía que yo había estado con los de la policía militar, y yo le contaba lo poco que sabía, que andaban detrás de Fernando, y que no se trataba, en mi opinión, de un asunto político. "Pero querían saber el nombre de ese otro tipo, ¿no?", insistió el sargento Valverde con la obstinación de quien se ha excedido con la bebida. "Cierto, querían llegar hasta Raúl, pero, te lo repito, ignoro la razón. Desde luego, nada que ver con la historia de los panfletos", le respondí. Al final, como no podíamos avanzar en nuestras pesquisas, dejamos las cábalas y nos pusimos a comer y a beber, momento que aprovechó el sargento Valverde para volver a su tema favorito. "Díme, amigo, díme con toda confianza, ¿qué vais a hacer María Jesús y tú en este mes que te han dado de permiso?", le preguntó a Zanguitu. Luego, tras la ambigua respuesta de éste, se volvió hacia mí y me preguntó acerca de Pilar. "Tienes que contarnos qué ocurrió exactamente. Sabemos que tu mujer te puso los cuernos, pero poquito más. Y eso no está bien. Recuerda la cantidad de detalles que yo os he dado sobre la putona que me mandó a la legión".
Me vino la imagen de Pilar, pero no como el día que fui a ver Lolita, no de manera dolorosa. "La vez anterior os mentí", empecé tranquilamente. "No me pasó nada con mi mujer, porque nunca he estado casado. Además, cómo lo diría, yo siento cierta debilidad por las adolescentes". Valverde se echó a reír al oír mi confesión, y contagió la risa a Zanguitu, Pajarín y los demás. Y yo también me reí. "Me enamoré de una alumna, y todos los días buscaba alguna excusa para poder hablarle. Me parecía que ella me miraba de forma especial, y empecé a prestarle libros y escribirle postales. Luego un día la llevé al cine. Y todo Iba bien, estaba muy contenta conmigo, o eso parecía. Un día, a punto de acabarse el curso, el profesor de gimnasia vino a hacerme una pregunta. "Tú que lees tanto seguro que me puedes decir de quien es este poema", me dijo. Miré al papel y leí un verso que empezaba con las palabras 'Tu cabello es un reino oscuro'. Era un poema que yo le había mandado a Pilar". El sargento Valverde me interrumpió para preguntarme qué hice yo entonces. "No, no reaccioné como tú. No le rompí los huesos antes de apuntarme en el ejército. Me aferré al último hilo de esperanza y seguí adelante. Pensé que tal vez no fuera Pilar, que tal vez ella había pasado el poema a otra chica, y que era esa otra chica la que estaba enamorada del profesor de gimnasia. Todo se aclaró el día que fui a dar un paseo por una zona de las piscinas de nuestra ciudad. Anochecía, y el lugar estaba casi desierto, solitario. De pronto, vi a Pilar vestida con un biquini negro y con una bolsa de patatas fritas en la mano. Nervioso, le dijo algo absurdo, a ver qué hacía por allí tan tarde, que tuviera cuidado, que los periódicos llevaban una buena temporada hablando de un violador que actuaba por allí. No había terminado aquella conseja mía tan paternalista cuando el profesor de gimnasia hizo su aparición. No, Pilar no tenía por qué temer al violador, tenía un amigo muy atlético que podría defenderla".
"¿Eso es todo?", me preguntó Valverde con cara de asombro. "Pues, sí", le respondí soltando una carcajada. De pronto, a mí también me parecía un problema tonto, me costaba creer que había sufrido una depresión por aquello. "Pero ahora estoy muy recuperado", concluí. Y era verdad.
La primavera, que también llega a los eriales como el campamento, me recordó mi condición de biólogo, y empecé a dedicar parte del día a la búsqueda de plantas. En el mismo sentido, cambié el contenido de las clases que seguía impartiendo a Pajarín en el calabozo, y me puse a explicarle cosas sobre la naturaleza, historias reales que a él le encandilaban tanto como las fábulas. Fue, en general, una buena temporada, y Pajarín sólo se enfadó conmigo una única vez el día que le expliqué el concepto de impronta. "Lo que te pasó con la urraca no fue nada extraordinario, Pajarín", le dije. "Transcurridas unas determinadas horas desde su nacimiento, los animales toman por padre, o por madre, cualquier cosa que sientan moverse a su alrededor. Eso es lo que le sucedió a la urraca contigo. Se cayó del nido en el momento de la impronta y te encontró a ti". Naturalmente, aquella teoría deshacía todas sus fantasías, y no la quiso aceptar. Pero fue cuestión de tiempo. Al final, igual que me había pasado a mí con Pilar, acabó aceptándolo.
¿Qué tal andará ahora Pajarín? Desde que lo trasladaron al penal no he vuelto a tener noticias suyas. A ver si un día de éstos le escribo.
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