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Tribuna:Relatos de Verano
Tribuna
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Seis soldados

El tercero, EliseoPor BERNARDO ATXAGA

LLEVABA OCHO MESES Completamente solo en el calabozo cuando trajeron a Zanguitu. En cuanto lo vi en la puerta, me acerqué y le ofrecí una cerveza, bastante fresquita por cierto, ya que la había tenido en la nevera del plástico que me regalaron los amigos del barracón, pero él pasó de mí y dejo caer su cuerpo de buey sobre uno de los catres. "Me llamo, Eliseo. Llevo aquí ocho meses", le dije alargándole la mano. Pero él siguió en silencio, o, mejor dicho, me dio la espalda y se puso cara a la pared. "No es un sitio tan malo", insistí al verle tan hecho polvo. "El calabozo es muy amplio, está pensado para unos diez presos, y no tendremos problemas de espacio. Será como vivir en un piso, ya verás". Pero todo fue inútil, y decidí dejar la conversación para otro momento.Al anochecer, cuando cambiaron de guardia, distinguí entre los que acababan de llegar la voz del sargento Valverde, que tan bien se enrolla conmigo. "¿Por qué han metido aquí a ese chico tan fuerte?", le pregunté cuando me abrieron la puerta y me reuní con ellos en la sala de guardia. Él me informó entonces de que había sido por una cuestión política, por tener propaganda en contra del ejército.

"¿Y la herida?", le pregunté entonces."¿Qué herida?", dijo él. "Me ha parecido que tenía un lado de la cabeza ensangrentado. Se le ven como unas manchas de color rojo oscuro en el pelo". Noté que el sargento ponía. cara de cachondeo. "Creo que ha habido muchas hostias", me dijo. Luego, otro soldado que estaba allí y que había visto el incidente con sus propios ojos, nos dio más explicaciones, y comentó que todos toditos habían tenido que pasar por la enfermería, lo mismo mi nuevo compañero que los oficiales y soldados que lo habían detenido.

"Creo que han ido en busca de mercromina. La que tenían ya se les ha acabado", bromeó el sargento resumiendo la jugada. Después, como todas las noches que está de guardia, nos invitó a beber cerveza y a fumar hachís. "El chico me da un poco de pena. Está hecho polvo", les dije a aquellos amigos míos poniéndome a liar los petardos. Y era verdad, me daba pena. No lo había visto muy entero. Entonces el sargento me acarició la cabeza con la palma de la mano, igual que lo hubiera hecho mi padre y me llamó por el nombre que me dan todos desde que sucedió lo de la urraca, Pajarín. "Tienes que aprender a ser egoísta, Pajarín", me dijo. "Que no te dé pena lo de ese recluta. A Fin de cuentas, te vendrá bien tener un amigo en el calabozo. De ahora en adelante tendrás alguien con quien hablar". Uno de los soldados intentó entonces burlarse de mí, y dijo esa parida de que hablo mucho y que lo mismo me tendría que dar a mí estar solo o acompañado, porque era bien capaz de enrollarme con cualquier cosa, hasta con la pared del calabozo. Al sargento aquel comentario no le gustó nada, y le- ordenó que cerrara la boca. "Mucho cuidado con burlaros de Pajarín", les advirtió a todos. "Ya sabéis que lo quiero como a un hijo. Así que, en lugar de burlarnos de él, vamos a levantar nuestras latas de cerveza y desearle mejor suerte de la que ha tenido hasta ahora". Así lo hicieron, y todos volvieron a felicitarme porque por fin me habían mandado un compañero.

De todas- formas, hablar con Zanguitu no era tan fácil como suponía el sargento Valverde, y los primeros días estuve a punto de resignarme, de aceptar que nunca seríamos amigos y que estar con él sería corno estar con un buey. Nunca me dirigía la palabra, y cuando yo le decía algo hacía un ruido con la garganta y se iba al otro rincón del calabozo. Y lo mismo cuando el sargento Valverde lo invitaba a pasar a la sala de guardia. En vez de se guimos, se ponía en plan buey y se que daba sentado en su catre con los labios largos y la mirada perdida. "No te preocupes, Pajarín", me tranquilizaba el sargento. "Todavía está un poco, trastornado por lo que le ha pasado. Tú también estuviste así durante el primer mes". A mí me parecía que la cosa no era así, que mi caso y el de Zanguitu eran distintos, porque yo, a pesar de lo que me habían hecho cuando lo de la urraca, no perdí nunca las ganas de hablar; pero me callé aquel pensamiento, porque tampoco está bien andar de gafe y llamando a la mala suerte. Que nuestra forma de ver los problemas, la de Zanguitu y la mía, eran completamente distintas, se vio muy claro con el asunto de las horas de patio. Cuando yo entré aquí ya sabía que lo bueno. buenísimo para un preso es el ejercicio, porque de lo contrario los músculos se debilitan y se vuelven de trapo, y por esa razón hay que aprovechar al máximo las horas de patio, para caminar, se entiende, para recorrer un montón de kilómetros, y eso fue exactamente lo que yo hice desde el primer día, salir al patio y empezar a dar vueltas a toda prisa."¡Pajarín, por favor, no corras tanto!", me solían decir los soldados encargados de mi vigilancia hartos de seguirme. "¿No te han dicho que a los presos no se les permite correr?". Por supuesto que me lo habían dicho, porque bien claro me lo había dejado el teniente Paredes cuando me metieron preso y me leyeron las reglas, pero tan grande era mi deseo de mover las piernas que ir al paso suponía para mí un esfuerzo enorme. En cambio Zanguitu era todo lo contrario, un caso completamente distinto. Él no se movía por nada del inundo. Ni hacía gimnasia en el calabozo ni caminaba durante las dos horas de patio. Y Por si eso fuera poco se pasaba el día entero tumbado y comiendo algo de lo mucho muchísimo que se había traído, por lo que cada vez se le veía más grande, más buey. "Haces mal, pero que muy mal", le dije cierto día, cuando ya llevábamos un par de semanas juntos. "Como sigas así, vas a acabar mal. Tus músculos perderán fuerza y saldrás de aquí como un saco viejo". ÉI se sentó en el catre y me miró con esa cara de boxeador que pone a veces."¿Tú crees?, me preguntó. "No es que lo crea. Estoy convencido", le respondí con firmeza. "Y, por cierto, me alegro de que hayas sido capaz de decirme esas palabras. Pensaba que eras mudo". No mentía del todo. Hasta entonces sólo le había oído el ruido que hacía con la garganta.A partir de aquel día empezamos a salir juntos al patio, y los soldados de guardia se encontraron con un nuevo problema, no porque nos diera por correr, sino por el paso de Zanguitu, un paso que nos obligaba a, los demás a ir al trote, y cuan do uno de ellos nos decía que frenáramos un poco Zanguitu hacía aquel ruido con la garganta y seguía adelante. No quería obedecer a los soldados, y al final ellos optaron por quedarse en la mitad del patio mientras nosotros dábamos nuestras vueltas al ritmo que nos daba la gana. Un día, la tercera semana. más o menos, des pués de una de aquellas sesiones de ejercicio, Zanguitu se acercó hasta mi catre y me.dijo: "¿Quieres un poco?". Me ofrecía el embutido que había sacado del petate. Vi que era salchichón, el único embutido que no me gusta, pero de todas maneras le dije que si, que se . sentara a la mesa conmigo, que yo ya pondría las cervezas. "Entonces, la cosa va mejor", me dijo aquella noche el sargento Valverde. "Sí, pero es la persona más callada que he conocido en mi vida", le dije. "Tú, tranquilo, Pajarín. Verás cómo dentro de poco se viene a fumar unos petardos con nosotros y se dedica a darnos la lata con las historias de su pueblo".

El sargento se pasaba de optimista, pero, en cualquier caso, es verdad que de aquel día en adelante Zanguitu cambió mucho. Cuando empecé a prestarle las novelas del Oeste que me traían los amigos del barracón, enseguida se aficionó a ellas, y se pasaba horas y horas leyendo. "No se lo digas a nadie, Pajarín", me pedía, "no digas a nadie que he estado leyendo". Yo me lo tomaba a broma. "¿Pero por qué, Zanguitu? ¡No me dirás ahora que te avergüenzas de leer novelas!". Pero él se negaba a dar explicaciones. Ponía los labios largos y volvía a pedirme que no se lo dijera a nadie, ni al sargento Valverde. Luego, otro día, me lo encontré agachado en un rincón del calabozo escribiendo una carta, y cuando terminó me llamó y me pidió si le podía escribir una dirección en el sobre. "¿No la quieres escribir tú?", le pregunté. El negó con la cabeza, y me pidió que tampoco aquello se lo contara a nadie, que echara la carta como si fuera mía. Estuve a punto de decirle que o me decía el motivo de todo aquel secreto o no le escribía la dirección, pero pensé que sería mejor dejarlo. Con Zanguitu había que ir poco a poco. Le costaba muchísimo abrirse. Así pues, no le hice ninguna pregunta. Ni siquiera acerca de la tal María Jesús, a la que iba dirigida la carta. ¿Sería su novia? Me costaba creer que pudiera tener novia, porque a las chicas de ahora se las conquista con la lengua, pero, quién sabe, él era físicamente imponente, y eso también atrae mucho a las chicas. Al menos eso dice el sargento Valverde con ese humor suyo tan amargo, que su mujer le dejó por ese motivo, porque encontró a un maromo que la aplastaba con más fuerza que él.

El petate de Zanguitu no parecía tener fondo, y todas las tardes, después del paseo por el patio, sacaba de allí algo para merendar, a veces un trozo de queso, otras un poco de jamón o un par de latas de atún. Así y todo, pasaba el tiempo y yo no sabía si Zanguitu me tenía confianza. Estaba lo de convidarme, estaba lo de la carta y lo de las novelas del Oeste, pero a partir de ahí siempre era yo el que daba el primer paso, siempre era yo el que proponía un tema de conversación. Pero, como dice el sargento Valverde, todo llega, y también aquel momento llegó."¿Por qué te llaman Pajarín? ¿Por qué te tienen preso?", me preguntó una tarde después de la merienda. Sentí una alegría grande, grandísima. Indicaba que Zanguitu me consideraba su amigo. "Pues la respuesta a las dos preguntas es la misma", le respondí sacando unas cervezas a la mesa. "Por una urraca". Él soltó una carcajada, la primera desde que llegara al calabozo. %Por una urraca?", repitió. "Sí, por una urraca", repetí también yo riendo.

"Te voy a contar lo que pasó", empecé con toda tranquilidad. Eran ya las ocho de la tarde, y había bastante paz en el campamento. Se oían las voces de los reclutas que estaban jugando al fútbol, pero eso era todo. "Hace casi un año, a poco de llegar al campamento, me tumbé un día en ese pinar que hay detrás de las duchas y me quedé dormido. Y en eso que me despierto y veo una urraca, una urraca pequeñita, más o menos del tamaño de mi mano, que anda dando vueltas a mi alrededor. Alargué la mano poco a poco para ver si la podía coger y..., fue increíble: sin que yo hiciera nada, ella misma se colocaba entre mis piernas. Me entró entonces la cosa de que aquel pájaro me seguiría, y así fue efectivamente. Subí hasta la parte alta del pinar y ella allí, detrás de mí dando saltos; me acerqué luego a la zona de las duchas, y lo mismo. Por último, la cogí en mis manos, la coloqué en el hombro como hacían antes los magos en las ferias y volví al barracón. Fue entonces cuando mis compañeros me pusieron el mote de Pajarín, y a mí, la verdad, me pareció estupendo, porque estaba loco de alegría con aquel milagro.

No te puedes imaginar, Zanguitu, lo rápido que corrió la voz y lo famoso que me hice en todo el campamento. Soldados de todos los barracones venían a vernos a mí y a mi urraca, porque, claro, yo siempre la llevaba conmigo, unas veces en el hombro y otras saltando detrás de mí, o también, los días que estaba lloviendo o hacía mucho frío, dentro del macuto, y a todos les parecía una cosa de no creer, sobre todo cuando la urraca echaba a volar y volvía enseguida a mí, o cuando llegaba la hora de la comida y me empezaba a llamar a graznidos. Y era increíble ver cómo se buscaba la vida cuando alguien, un soldado borracho por ejemplo, se metía con ella. Venía corriendo y se escondía detrás de mí. ¿Que dónde la guardaba por las noches? Pues en una de las cocinas del campamento, porque tenía la suerte de que el encargado era de mi barrio y me conocía. La dejaba allí con sus sopas de leche y su platito de agua, y me iba a dormir tan tranquilo.

Mira, Zanguitu, te voy a decir la verdad, yo era feliz, felicísimo con aquella historia, y me pasaba un montón de horas con el pájaro, pensaba que con el tiempo le enseñaría a hablar, porque ésa es otra, que las urracas aprenden, y mejor que los loros además. Pero, al final, el haber cogido tanta fama nos perjudicó. Un día vino un alférez, uno de esos especialistas que dan clase a los reclutas, y me dijo que su hija era paralítica, y que se alegraría muchísimo si él le llevaba la urraca, porque no tenía amigos y el pájaro le haría compañía. Después de pensármelo un rato, le dije al alférez: 'Me parece bien, mi alférez, coja la urraca y llévesela a su hija, que la necesitará más que yo. Pero, eso sí, que la cuide con mucho cariño'.

Entonces apareció el teniente Paredes. Vino a la cocina y preguntó por mí. 'Dónde está el que amaestra urracas?" preguntó. Coincidió que yo estaba en ese momento allí, así que me puse de pie, en posición de firmes, y me quedé esperando el castigo, porque el teniente Paredes tenía mala fama en el campamento. Pero él no venía a castigarme, buscaba otra cosa. 'Necesito la urraca para una fiesta. Si me la das, ahora mismo te firmo el permiso para un mes', dijo. Yo entonces le respondí con la verdad, que ya no la tenía, que la había regalado. '¿A quién?', preguntó él. 'A un alférez de transmisiones. Me la ha pedido para su hija paralítica', le informé. Él soltó una maldición. 'Pues, búscame otra', me ordenó. Luego se fue a donde el instructor de los reclutas y le dijo que me dejara libre de servicio, que tenía que conseguirle una urraca.

Claro, no se la conseguí. Los milagros no se repiten todos los días. Pero tuve la suerte, o al menos eso me pareció entonces, de que el teniente Paredes no apareciera más ni por la cocina ni por el barracón, y poco a poco se me fue pasando el susto. 'Se habrá olvidado del capricho', pensé. Pero no era eso. Era que el cabrón ya tenía la urraca. La mía, claro, mi pobre urraca. Lo supe cuando me encontré con el alférez de transmisiones. 'Ahora la tiene el teniente Paredes', me dijo sin darle ninguna importancia a la cosa. 'Es que a mi hija no le gustó la urraca. Le daba grima'. No te imaginas, Zanguitu, qué odio le cogí a aquel alférez. Era un baboso, un pelota, un mal padre que le había quitado la urraca a su hija para dársela al cabrón de Paredes. Quiero decir, Zanguitu, que yo no me creí una palabra de lo que me dijo. ¿Cómo no le iba a gustar la urraca a su hija, con lo graciosa que era? Me llevé un disgusto tremendo, tremendísimo. Pero lo peor vino luego, cuando el teniente Paredes y sus compañeros celebraron su fiesta. Se emborracharon completamente y organizaron una especie de competición para ver quién tenía mejor puntería con la pistola. A la mañana siguiente estaba mi amigo el sargento Valverde haciendo la ronda y vio un pájaro muerto en un cubo, encima de toda la basura. 'Tiene las plumas negras y blancas, así que a lo mejor se trata de tu urraca, me dijo cuando vino a la cocina a tomarse un caldo. Fui corriendo, y allí estaba medio deshecha por los tiros.

No sé lo que sentí en aquel momento, Zanguitu. Fue algo que no había sentido nunca. No creas que tuve ganas de llorar ni nada de eso. Más tarde sí, pero entonces no. Entonces me sentí completamente frío. Supongo que ya conocerás el resto, ¿no? ¿No te lo ha contado nadie? Pues, volví a la cocina, cogí uno de los cetmes que los soldados solían dejar allí mientras almorzaban y me fui directo a la cantina de oficiales. Creo que hice muchos disparos, pero el cañón del Cetíne se me fue hacia arriba y sólo herí a dos oficiales, pero con la suerte de que uno de ellos resultó ser el teniente Paredes. Y lo mejor de todo es que lo herí en medio del culo, porque intentó huir y la bala le alcanzó por detrás. Eso es lo que más me alegra, Zanguitu, que ese cabrón se acordará de la urraca que mató cada vez que vaya a cagar".

Zanguitu no hizo el menor movimiento mientras yo le contaba toda la historia, aunque me pareció que en algunos momentos apretaba el puño o se le hinchaba una vena en el cuello. Cuando acabé, creo que por lo del disparo en el culo, soltó la segunda carcajada de aquel día y me dio un empellón que casi me tira. Así fue cómo nos hicimos amigos. En adelante, sus carcajadas se hicieron más frecuentes, y cuando empezó a reunirse con el sargento Valverde y los demás, aquello fue un escándalo, porque nunca había probado hachís, y los petardos le hacían mucho efecto.

Con la nueva situación, el calabozo se volvió un sitio bastante animado, y todos los que andábamos por allí empezamos a saber cosas de Zanguitu. Nos dijo que era campesino de nacimiento pero mecánico de profesión, y que salía con aquella chica, María Jesús, desde los diecinueve años. "Cuando le escribes, ¿por qué no pones tú mismo la dirección en el sobre?", le pregunté el día que comentó lo de su novia. El se llevó el dedo índice a los labios, pidiéndome que me callara, y pensé que no nos diría nada. Pero al final tuvo confianza y declaró la verdad delante de todos. Nos contó que un profesor que había venido con él en el tren, un tal Galeano, estaba intentando ayudarle, y que, según le había contado, no había mejor manera de demostrar su inocencia que la de convencer a los militares de su analfabetismo. "Galeano cree que no sé ni leer ni escribir, y ésa es la base de todo lo que está haciendo. Por eso no quiero que se sepa la verdad. Si se enteran de que he estudiado Formación Profesional, a lo mejor siguen adelante con ese asunto de la propaganda". Al cabo de unos días, aquel tal Galeano apareció en el calabozo con una enciclopedia bajo el brazo y le dijo a Zanguitu que se había quedado en el campamento como instructor y que para él no era ninguna molestia darle dos o tres clases a la semana. "A mí también me gustaría recibir clase. Soy analfabeto, igual que Zanguitu", le dije. Él dijo que de acuerdo, y desde entonces nuestra vida se ha hecho todavía más entretenida, porque nos pasamos unas cuantas horas a la semana leyendo fábulas y otras historias.

De todas formas, últimamente la situación ha cambiado un poco. Seguimos con las reuniones que organiza el sargento Valverde y también con las clases, pero Zanguitu está raro. Sobre todo desde que empezó a recibir visitas de ese guarro, el tal Fernando. El tipo anda por lo visto con revistas de pornografía, y al principio quería vendérnoslas a dos mil pesetas, a más precio de lo que cuestan en la calle, y cuando le dije que no, que pasábamos de comprárselas, él se rió y me respondió que le daba igual, que en realidad venía por visitar a Zanguitu. "¿Os conocéis de hace mucho?, le pregunté aquella noche al propio Zanguitu. "Sólo desde el viaje en tren", me dijo él."¿De qué hablasteis el otro día cuando salimos al patio?", insistí con la mosca detrás de la oreja. "De nada en particular", me respondió, poniéndose como se solía poner antes, con los labios largos y la frente ceñuda. Comenté aquello al sargento Valverde y él me dijo que me lo tomara con calma, que estaría pasando una crisis. Pero no sé. Yo tengo la impresión de que ese Fernando lo está envenenando. Desde que comenzaron sus visitas, Zanguitu anda más preocupado y se pasa muchas horas tumbado en su camastro y mirando al techo.

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