Obras
"Todo Madrid está en obras", se oye decir. El tópico tilda a los andaluces de exagerados, pero los madrileños no les van a la zaga; bien se ve. Los madrileños dicen que todo Madrid está en obras o que llueve más que cuando enterraron a Zafra, y a lo mejor esas obras son en cinco o seis vías, y la lluvia, cuatro gotas de nada. Lo que les ocurre a los madrileños -y a los andaluces- es que son muy expresivos.Peor fue cuando el desmonte de Las Ventas del Espíritu Santo, o el trazado de la Gran Vía, o el ordenamiento del barrio de Salamanca, o la construcción del metro que, según testimonios de la época, los coterráneos sospecharon se trataba de una locura municipal, o de una maniobra especulativa del capitalismo vitando, o del fin del mundo; y ahora bien que lo agradecemos los madrileños.
Las obras, si no son por capricho o por comisión, bienvenidas sean. Madrid probablemente esté muy necesitado de obras, pues desde aquel Magerit mahometano acá -o digamos, para acercarnos a la urbe constructiva y cosmopolita, desde Carlos III a Juan Carlos I, ambos inclusive por la gestión municipal ha pasado mucho fantasioso y mucho incautó, mucho listillo y mucho tonto de baba, mucho vago y mucho inventor de la pólvora.
Ocurrió con Madrid, aparte corruptelas lucrativas, limitaciones presupuestarias y otros condicionantes, igual que contantas otras cosas de la vida: que le perjudicaron los criterios extremos, tanto el conservadurismo como el modernismo a ultranza. Y unos por no mover ni una piedra para que Madrid pareciera el de Felipe IV, otros por transformarlo a imagen y semejanza de Nueva York, amasaron una ciudad de barriadas híbridas, despersonalizadas y caóticas.
La megalópolis ideada en las primeras décadas del siglo por unos determinados filósofos y literatos visionarios condicionó muchas ciudades, que se reformaron con una visión de futuro ajena a la realidad. Los urbanistas seguidores de aquella escuela asumieron que la sociedad del tercer milenio sería populosa y masificada, hiperdesarrollada y materialista, fría y automática, y diseñaron una ciudad densa, sideral, cuajada de rascacielos, plataformas super puestas y sofisticados mecanismos fabricados de hormigón, vidrio y acero.
Madrid no fue excepción,y aún le quedan huellas de aquellas equívocas modernidades, entre otras esos horrendos scalextric -sucios, ruidosos, atosigantes-, imagen paradigmática -de la megalópolis del tercer milenio, que elucubraron los filósofos, los literatos y los urbanistas visionarios.
Sin embargo, el propio tercer milenio, que ya llega, les está poniendo en evidencia. La ciudadanía, que no es ni fría ni automática, sino sensible y humana, no necesita ni quiere en el umbral del año 2000 una ciudad de hormigón llena de artilugios sino tranquila y luminosa, con abundantes espacios verdes y amplios panoramas, que se pueda pasear y disfrutar.
Pasear es, precisamente, uno de los encantos de Madrid, aunque no resulta fácil pues gran parte de sus aceras presentan baldosas desgajadas y descuadradas, agujeros y desniveles, provocadores del tropezón y de la torcedura. Afortunadamente, la autoridad municipal ha advertido el riesgo y proyecta dejar las aceras de 93 calles más lisas que una patena; más bonitas que un San Luis.
Las obras que tienen todo Madrid levantado -es una exageración: sólo una parte- ya se verá cómo quedan.
Pero el propósito es bueno. Y si se consigue con ellas que haya nuevas plazas y zonas ajardinadas, que los coches se guarden donde no estorben, que la circulación sea fluida y que el madrileño pueda sentirse orgulloso de la ciudad donde vive, habrán merecido la pena. Con esta confianza soporta uno el polvo que levantan las máquinas perforadoras en el aparcamiento de Diego de León, o los atascos que provocan los accesos cortados del puente de Ventas, entre otros obstáculos, estruendos y cataclismos que se presentan Madrid adelante. Y le envía al alcalde un saludo cordial. Dicho sea en castizo, señor alcalde: se le saludacon afesto.
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