Yacaré (1)
Un largo adiós
Por EL MOZO SE ACERCÓ AL GRUPO de ejecutivos sentados frente al largo mesón y, con movimientos rápidos, precisos forzados por los hábitos del patrón abstemio, cambió la copa de champaña por otra de agua mineral.Don Vitorio Bruimi asintió con un leve inclinar de cabeza e intentó mascullar alguna fórmula de gratitud, pero no alcanzó a abrir la boca, pues en ese preciso instante el hombre que ocupaba una silla de ruedas se inclinó hacia él y le musitó algo al oído. Entonces don Vitorio Brunni paseó sus ojos cansados por los cristales oscuros que cubrían la ceguera de su inválido compañero.
-Me estás mirando con miedo, puedo sentirlo, no seas estúpido, Vitorio-murmuró el ciego.
Don Vitorio desvió la vista dirigiéndola al numerosos grupo de invitados que llenaban la sala.
Los ejecutivos de Marroquinerías Brunni daban la espalda a una estructura de aluminios y cristales que hacía de muro lateral de la amplia sala. Dos hojas medio abiertas precisamente detrás de ellos les permitían ser los únicos en recibir algo del aire húmedo de Milán. El resto de los presentes soportaba con estoicismo la elevada temperatura creada por las filas de lámparas halógenas y los focos de la televisión.
-Están esperando, Vitorio -musitó el inválido.
Don Vitorio Brunni alzó la copa y miró el contenido como si buscara las necesarias palabras en las burbujas, pero lo único que encontró en ellas fue el argumento de un largo adiós definitivo que no alcanzó a pronunciar, porque de sus labios no escapó ni una sílaba, ni siquiera una queja de alarma o de dolor. Tan sólo se llevó la mano derecha a la nuca como para espantar un insecto inoportuno, y se desplomó sobre las copas y los tramessinnis de salmón.
-¡Vitorio! -exclamó el ciego de la silla de ruedas, y el espeso aroma de agua de lavanda le dijo que era el jefe de sus guardaespaldas el que lo sacaba de allí a toda velocidad.
EL COMISARIO ARPAIA acomodó sus gafas de montura de carey y se rascó la barba de tres días. En realidad la barba no le crecía más, pese a sus intenciones y a los libros de tónico capilar con que se bañaba elrostro.
-¿Por qué no prueba bebiéndolo, jefe?
-solía indicarle Pietro Chielli, el corpulento detective al que los colegas de la brigada criminal apodaban El Bambino de Brooklyn.
-¿Y cómo van tus clases de aerobic? repondía Arpaia con gesto benevolente.
La mujer que ocupaba el otro lado del escritorio era decididamente bella, y al comisario Arpaia le habría gustado conocerla en otro lugar, a la salida de un cine, por ejemplo, pero ahí la tenía, en su despacho de la brigada criminal, observándolo con verdes ojos inquisidores.
-¿Sabe que es muy apuesto para ser un simple comisario de policía? -comentó Ornella Brunni encendiendo un cigarrillo.
Arpaia alzó los hombros, se avergonzó del letrero "No Fumar" que colgaba tras su silla, y se quitó las gafas.
-Señorita, con adulaciones no conseguirá nada, porque no hay nada que conseguir. Le ruego abandonar mi oficina y una vez más le prometo que la mantendré informada de cualquier novedad.
-Hace menos de veinticuatro horas que mi padre fue asesinado, y usted todavía no mueve un dedo -acusó Ornella Brunni.
-No tenemos el menor indicio que nos haga pensar en un crimen. Estamos esperando los resultados de la autopsia para decidir nuestra actitud. Por favor, váyase, que tengo muchos asuntos pendientes.
-No me interesa que encuentre al o a los asesinos. Quiero que se sepa por qué lo mataron -insistió la mujer.
-Lo que usted mande. Pero primero debemos conocer el resultado de la autopsia. No me obligue a sacarla de aquí por la fuerza -imploró el comisario Arpaia.
La mujer suspiró, aplastó la colilla con uno de sus zapatos, y se levantó de la silla con movimientos felinos.
Arpaia también suspiró, pero no se movió del asiento.
Apenas Ornella Brunni cerró la puerta, el comisario echó mano al citófono.
-¿Chielli? Doble dosis y pronto -ordenó.
A los pocos minutos, los ciento veinte kilos del detective Pietro Chielli ocupaban todo el rellano de la puerta. En la mano derecha llevaba una taza de café, y en la izquierda, un ejemplar del Il Manifesto.
-Esa chica nos dará guerra, jefe. Lea lo que ha escrito sobre el asesinato de su padre -dijo Chielli arrojando el periódico sobre el escritorio.
-Me lo sé de memoria -contestó Arpaia bebiendo el café de un trago.
Chielli tomó la taza vacía y escudriñó con atención el fondo.
-Tendremos visitas, jefe, y del extranjero.
-¿Cómo lo sabes? ¿De qué diablos hablas?
-Lo dicen los restos del café. Una gitana me enseñó a leerlos. También puedo ver el futuro, ¿quiere saber algo de su porvenir?.
-¡Ándate a la mierda con tus brujerías! -aconsejó Arpaía, negándose a mirar el fondo de la taza, donde al sarro premonitorio tal vez perfilaba la imagen de Dany Contreras, que, a menos de quinientos kilómetros, miraba levitar gruesos copos de nieve arremolinados por el viento, y por momentos no le permitía ver nada más que una bruma movediza interponiéndose entre la ventana y la ciudad de Zúrich.
Dany Contreras ocupaba un confortable despacho en el cuarto piso del edificio central de Aseguradora Helvética y se
sentía a gusto allí, sobre todo en los fríos días invernales.
Contreras odiaba el frío, lo tomaba como una afrenta personal, porque suponía que durante los días fríos podían ocurrir las peores desgracias. Su ex mujer -sin ir más lejos-, eligió precisamente un día de invierno para echarse un amante. Si lo hubiera hecho en verano, por ejemplo, durante las vacaciones en Torremolinos, habría sido un hecho sin importancia, parte de las reglas del juego estival, pero no, tuvo que hacerlo en Enero, y, cuando le preguntó por el motivo confiando en una respuesta sensata por muy hiriente que fuera, tuvo que contentarse con un inesperado "es que hacía tanto frío".
Contreras miró con cariño los blancos radiadores de la calefacción. Sin dudas que allá abajo el frío forjaba más un triángulo amante-esposa friolenta-cornudo. Además, Contreras aborrecía el frío porque le hacía recordar la ciudad de Punta Arenas, muy al sur del mundo.
Quince años atrás, un avión lo había desembarcado en Zúrich sin pasaje de regreso. Un refugiado más en la nación de los bancos y la cruz roja, pero su pasada experiencia chilena como policía de la brigada de homicidios y unos cursos de Interpol consiguieron alejarlo de la categoría de extranjero de mala pinta, hasta que, cierto día, un iluminado burócrata de la oficina del trabajo consideró que su currículo podía ser interesante para la Aseguradora Helvética. Y allí estaba, protegido por los calefactores, alejado de los escupos y meados que limpió durante dos años en la estación central. Quería aquel despacho pues en él se sentía a salvo de las humillaciones, y cada vez que veía nevar le tomaba más cariño.
La llamada del intercomunicador lo alejó de la ventana.
-El señor Zoller desea verlo ahora mismo -dijo una voz.
George Zoller le indicó una silla mientras ordenaba papeles sobre el escritorio.
-¿Conoce Milán? No importa. Escuche, Contreras, le voy a contar un cuento: En 1925 llegó a este valle de lágrimas un sujeto al que bautizaron Vitorio Brunni. Sus primeras cacas las hizo en una villa familiar valorada hoy en seis millones de francos, y hablo de los nuestros, no de la calderilla francesa. En 1955 heredó el cincuenta por cien de Industrias Marroquineras Brunni, con un capital declarado de diez millones de francos. El resto se repartió entre sus hermanos, los que, muy generosamente, le vendieron sus partes en los años siguientes. La industria siempre ha marchado viento en popa, y en 1975 se asoció a partes iguales con Carlo Ciccarelli, otro magnate de las pieles, y duplicaron el capital. Tres años más tarde, bendito sea el hacedor, Marroquineras Brunni contrató con Aseguradora Helvética una seguro que cubre todos los bienes de infraestructura y transportes. En todo momento, las relaciones entre Marroquineras Brunni y la casa que nos alimenta han sido intacha bles, lo que se dice un modelo de corrección, per, y este pero no significa que hayamos tenido el menor contratiempo, ocurre que hace menos de cuatro meses, Vitorio Brunni contrajo un seguro de vida por un millón de francos. Lo curioso es que los beneficiarios no son los familiares, mujer e hija, nombrados herederos universales, sino cierta persona de nacionalidad paraguaya llamada Manaí, así a secas, Manaí, de la que no sabemos nada, ni siquiera si es hombre o mujer. El contrato nos obliga, en caso de muerte natural o accidental, a encontrar a esa persona y entregarle un milloncete. Y colorín colorado, ¿qué le parece?
-Extraño. ¿Por qué no incluyó a Manaí entre sus herederos? Eso le hubiera ahorrado el pago de las primas. Como sabemos, los millonarios no dilapidan con placer -reflexionó Contreras-
-Capricho, supongo. El informe económico, la certificación de una salud de hierro y la aceptación de una cláusula que nos autoriza a exigir una autopsia nos recomendaron aceptar. No hicimos preguntas. Estamos en Suiza y nuestra economía se nutre de la discreción, además, a un cliente italiano siempre se le consiente beneficiar a alguien por bajo cuerda, no se puede criticar a los mediterráneos por alguna aventurilla, mucho menos a uno que exporta anualmente varios millones de francos.
-Pero algo no encaja y le quita el sueño.
-Así es, Contreras. Vitorio Brunni ha muerto, súbitamente. No sabemos de qué, y pese a la oposición familiar hemos solicitado una autopsia. Estamos a la espera de los resultados y cruzamos los dedos para que nos sea favorable. Contreras, Usted, yo, todos los investigadores privador vivimos de la perversidad. ¿Me entiende?
-Me temo que sí.
-Me alegra. Si conseguimos retener ese millón la casa nos premiará con un diez por cien que repartiremos según las sacrosantas leyes de la jerarquía. ¿Nos echamos un coñac? Usted y yo estamos deseosos de comprobar que Vitorio Brunni fue asesinado.
-¿Y si no es así? -se atrevió a consultar Contreras.
-Entonces le entregaremos un salacoff para que busque esa aguja llamada Manaí en todos los pajares de Paraguay.
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