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Caramelos con droga

Juan José Millás

No sé cuándo llegaron a mi barrio las pastillas; imagino que estarían desde siempre. Recuerdo, sin embargo, el advenimiento de las cápsulas, porque nos llamaba la atención la posibilidad de abrirlas para sustituir por otro su contenido original. Es lo que hicieron más tarde, en Norteamerica, algunos asesinos célebres, pero la idea fue nuestra. La Prospe, sin ser Nueva York, estaba llena de temperamentos criminales que en otras circunstancias políticas menos adversas habrían hecho carrera. En cualquier caso, cuando conocimos esta clase de envoltura medicinal, ya éramos muy mayores. Yo quería referirme a la época de transición entre la pastilla y la cápsula, que fue la de los caramelos envenenados. De repente, nos habían empezado a decir que no aceptáramos dulces de señores desconocidos porque podrían contener alguna droga. No sabíamos qué eran las drogas, ni nos interesaba demasiado (quizá porque el Optalidón colmaba todas nuestras expectativas), pero teníamos pasión por los señores que intentaban envenenar a los niños. Eran esos momentos en los que se empieza a construir la identidad y uno busca desesperadamente modelos de comportamiento en el mundo de los adultos. Los señores de los caramelos tenían un atractivo especial y si nos hubieran preguntado si queríamos ser como ellos o como nuestros padres, no habríamos dudado.El problema es que nadie los había visto jamás para contarnos cómo eran, aunque los imaginábamos altos delgados y con gabardina. Los más fantasiosos aseguraban haber reconocido a alguno de estos seres maravillosos en los servicios del cine López de Hoyos, aunque sus lugares naturales de actuación eran los colegios, las iglesias y las paradas de autobús. Tropezarse con ellos se consideraba entonces un privilegio semejante al de tener hoy trato sexual con extraterrestres, aunque no llegaran a ofrecerte ningún dulce (la abducción ni se había inventado).

Un día, el prefecto de disciplina me hizo ir a su despacho para llamarme la atención por algo que había hecho o dejado de hacer, aunque al ver mi cara de susto me ofreció un caramelo que extrajo con cierta ceremonia del bolsillo de la sotana. En ese instante supe, como se saben las verdades fundamentales de la vida, que se trataba del hombre de los caramelos. Me sorprendió que nadie se hubiera dado cuenta antes, porque era alto, delgado, con los ojos un poco saltones, y daba la impresión de estar consumido por pasiones que no pertenecían a este mundo o, por lo menos, a aquel barrio. Sin duda, actuaba bajo la cobertura de sacerdote para estar cerca al mismo tiempo de las aulas y de la, iglesia, sus lugares preferidos.

Guardé el caramelo en el bolsillo y al salir del despacho comprendí oscuramente que en el futuro tendría que vivir con aquel secreto porque si se me ocurría ir diciendo por ahí que el hombre que daba drogas a los niños era un cura, lo más probable es que tuviera problemas con las instituciones. En cuanto al caramelo, lo guardé varios días en la cartera, desenvolviéndolo a, ratos para olerlo. Hasta lo chupé un poco con la punta (le la lengua, pero me mareé ligeramente y no me atreví a continuar. Por fin, después de innumerables dudas, se lo di a una vieja llena de moscas que solía tomar el sol cerca del colegio y me escondí para observar sus reacciones: estaba muy intrigado por saber cómo actuaban las drogas sobre el organismo. Desde luego, no se retorció ni echó espuma por la boca, sino que pareció sumirse en un sueño agradable, así que al poco me aburrí y me fui a casa. Al día siguiente supe que la anciana, había muerto y viví aterrado durante varios meses por la posibilidad de que alguien me hubiera visto dándole el caramelo envenenado. En aquella época se hablaba mucho de la autopsia y de las cosas increíbles que podían llegar a descubrirse en las vísceras de la víctima.

Afortunadamente, nunca me descubrieron y, pese al miedo que hube de soportar, he conservado el orgullo íntimo de haber sido el único niño de la época que, repartió caramelos con droga a los adultos. En un medio menos áspero, como Chicago, Nueva York, o como el barrio de Salamanca, por no irnos tan lejos, habría hecho sin duda una carrera criminal envidiable. Por eso estoy a favor de la igualdad de oportunidades.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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