La 'felicidad
Ésta ha sido la primera semana de felicidad colectiva que ha disfrutado España desde hace muchos años. Acaso desde los tiempos de la transición, los pactos de La Moncloa, la Constitución, las primeras votaciones y efemérides parecidas, no se ha permitido este país una alegría tan compartida. Sin duda, necesitaba España un festejo político en el que pudieran incorporarse todos los hombres y mujeres de buena voluntad, amantes de Ia vida y, como efecto, amantes entre sí.Puede que se piense que esto no va a durar mucho, porque de la felicidad se nos ha enseñado siempre a recelar. Pero justamente la experiencia de que es posible enamorarse y ser dichosos debería orientar las cosas para tratar de producir lo mejor y no esperar a que llueva espontáneamente o por azar. La felicidad exige disciplina. Tanta o más de la que exige controlar el déficit, la inflación y la deuda pública para cumplir con los preceptos de Maastricht. Antes que esos mandatos, para gozar de la democracia, hay que hacerla, sobre todo, feliz. No ha de ser una casualidad que, en el benéfico clima de estos días, el encuentro del presidente Aznar y el secretario general del PSOE haya discurrido bien. De las positivas segregaciones de los líderes se endulza el jugo social, como de sus hieles se amarga la convivencia, se envilece la ilusión y hasta la sexualidad termina intoxicada. La victoria sobre los asesinos de ETA constituye algo más que la liberación de un ciudadano. Lo que se ha liberado en estos días es un fluido libidinal muy reprimido. Después de tanto tiempo de crispación y pesimismo, se ha paladeado una punta de felicidad. Un sabor que hace entender el soleado bienestar que aguarda cuando la libertad, la conciliación y la competencia predominan, en cualquier ámbito, sobre la extorsión, el partidismo acérrimo y las venales patologías del poder.
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