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La vida y su huella

La especulación sobre la existencia de vida en lugares distintos al planeta Tierra es tan antigua como el hallazgo de la existencia de otros cuerpos celestes lejos de nosotros. El problema se ha tratado siempre como una pura ensoñación literaria o un ejercicio de reflexión filosófica o científica acerca de las condiciones necesarias para la aparición de ese fenómeno que llamamos vida en otros lugares del universo, su mayor. o menor plausibilidad y los procedimientos para detectarla. Pero sólo desde hace unos pocos años existen programas de búsqueda sistemática de formas de vida extraterrestre y sólo en el último año, aproximadamente, puede decirse que han podido incorporarse a ese debate posibles evidencias empíricas, bien es verdad que todavía discutibles.Los datos seguros disponibles se refieren, por el momento, a un solo caso: la vida desarrollada sobre la Tierra. Sabemos que nuestro planeta nació, junto con el resto del Sistema Solar, hace unos 4.500 millones de años, y que en los primeros tiempos (léase cientos de millones de años) vivió una época turbulenta, tanto por la dinámica interna de un astro recién creado en proceso de asentamiento hacia el (relativo) equilibrio geológico como por el abundantísimo bombardeo de asteroides y cometas, entonces presentes en gran número en la zona interna del Sistema Solar. Tan violentos llegaron a ser algunos de estos episodios que la hipótesis dominante sobre el nacimiento de la Luna es que surgió del choque de un enorme asteroide contra la Tierra, de modo que sus restos, junto con el material arrancado al planeta, formaron un astro que quedó atrapado gravitatoriamente en órbita alrededor de la Tierra, convirtiéndose así en su satélite.

El caso es que, durante esos primeros cientos de millones de años, las condiciones sobre la Tierra no eran precisamente las más propicias para que aparecieran moléculas, que fueran acumulando la complejidad y las propiedades de autorreplicación necesarias para dar lugar a los primeros y muy rudimentarios seres vivos. Y, sin embargo, esa primera etapa crece en importancia a medida que sabemos más sobre los cometas, ya que seguramente muchos de éstos, en su caída sobre la superficie terrestre, fueron aportando importantes cantidades de agua, elemento básico para el nacimiento de la vida, y de materiales orgánicos simples que sirvieron para ensamblar los primeros compuestos de interés biológico. Muy recientemente se ha podido comprobar que siguen cayendo sobre el planeta miles de pequeños cometas cada día, que se deshacen en las capas altas de la atmósfera y aportan el agua del que principalmente están hechos.

Lo sorprendente es la precocidad con que apareció la vida sobre la Tierra. Muy pronto, nada más concluido el periodo de limpieza de la zona interna del Sistema Solar y de formación de una corteza sólida en el planeta, surgieron los primeros seres vivos. Hoy se tiene constancia fósil de formas de vida muy primitiva que se remontan nada menos que a hace unos 3.800 millones de años. No es fácil imaginar formas posibles de vida que respondan a principios y condiciones radicalmente distintas a las que reinan en nuestro planeta. Sin duda podrían existir, pero, para poder discurrir de un modo más concreto, los científicos se han centrado en la existencia de otros lugares en el universo que pudieran reunir condiciones similares a las de la lejana infancia de la Tierra. Se considera así que la presencia de agua líquida, como medio ideal para la multiplicación y recurrencia de las reacciones químicas prebióticas, y una fuente de energía, en nuestro caso el Sol, y probablemente también la energía geotérmica son los requisitos básicos para la aparición de vida.

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En el Sistema Solar no parece haber ningún planeta que las cumpla. Algunos están muy cerca del Sol y su superficie está tan caliente que no permite la existencia de agua líquida; la mayoría están muy lejos y son enormes gigantes gaseosos, de tal modo que la corteza rocosa se encuentra sometida a condiciones extremas de presión y temperatura. únicamente Marte parece estar en el borde de lo plausible, aunque en la actualidad es un planeta absolutamente seco y, por lo tanto, poco propicio para la vida. Sin embargo, el estudio de la superficie marciana ha permitido conjeturar que en el pasado, hace cientos de millones de años, pudo haber existido un océano por un periodo de tiempo comparable o superior al que requirió la aparición de la vida en los océanos de nuestro propio planeta. De ahí que esa conjetura conduzca a la de que hayan podido existir formas de vida, hoy extintas, en el pasado marciano, en cuyo caso podrían detectarse sus huellas. Hasta el verano pasado, todo esto era pura especulación, pero empezó a tener visos de una cierta realidad cuando se anunció que en un meteorito procedente de Marte se observaban señales que podrían delatar la presencia de microorganismos primitivos, extinguidos ya hace mucho tiempo, pero cuyas huellas fósiles estaban presentes en ese trozo de roca.

La evidencia contenida en el meteorito en cuestión está muy lejos de ser conclusiva, hasta el punto de que aún hoy continúa el debate acerca de la posible naturaleza de las señales encontradas en él. Estudios más precisos y el hallazgo de más meteoritos marcianos podrían resolver el enigma. Por otra parte, el próximo día 4 de julio llegará a Marte la sonda Mars Pathfinder, que transporta un pequeño vehículo robot que recorrerá parte de su superficie y, aunque no fue diseñado en principio para eso, podría encontrar rastros de un posible pasado biológico en el planeta rojo.

Saltando de la órbita de Marte a la más exterior de Júpiter, la información enviada por la sonda Galileo, que lleva unos meses explorando el planeta gigante y su sistema de satélites, ha hecho más creíble una extraña posibilidad, ya avanzada en relatos de ficción científica. En efecto, Europa, el segundo satélite más cercano a Júpiter, está completamente congelado, como corresponde a las bajísimas temperaturas de una zona tan alejada del Sol, pero su superficie de hielo podría ocultar un océano con agua líquida, en cuyo Interior podría haberse desarrollado el complejo proceso evolutivo previo a la aparición de microorganismos. Podría, pues, contener o haber contenido vida en el pasado. Una posibilidad remota y difícil de verificar, pero que muestra hasta qué punto la sorpresa puede surgir en los más inesperados rincones.

Dejando aparte regiones tan cercanas (en términos astronómicos) como el Sistema Solar, la especulación más clásica acerca de la posible vida extraterrestre se ha centrado en la búsqueda de planetas que tuvieran propiedades parecidas al nuestro. Estrellas como el Sol hay muchas en nuestra propia galaxia, del orden de miles de millones, y resulta natural pensar que muchas

de ellas tienen su propio cortejo de planetas y que algunos de ellos tendrán la masa y se encontrarán a la distancia adecuadas. El problema es que detectar planetas es una labor ardua. Un planeta como la Tierra es del orden de un millón de veces menos pesado y voluminoso que el Sol, y además no tiene luz propia. En la lejanía de las estrellas, incluso de las más cercanas, éstas se nos aparecen como puntos luminosos y no hay la menor posibilidad de distinguir ópticamente planetas a su alrededor. únicamente por los minúsculos efectos gravitatorios sobre el movimiento de la estrella podría detectarse un planeta. Pero, dado que esos efectos son tanto mayores cuanto mayor es la masa del planeta, sólo son detectables los planetas enormes, de un tamaño parecido al de Júpiter; es decir, muy lejanos de lo que consideramos propicio para la aparición de vida.Nunca antes se había podido distinguir la presencia (le un planeta en las cercanías de una estrella ordinaria, hasta que hace algo más de un año se difundió el hallazgo de lo que parecía ser un planeta alrededor de una estrella cercana. Dadas las limitaciones a que antes he hecho referencia, el pequeño efecto detectado sólo podía ser debido a un planeta masivo girando en una órbita muy cercana al Sol. Desde entonces, en el corto intervalo de un año, se han detectado un total de nueve planetas extrasolares. Todos de masas muy grandes, y al gunos de ellos, en órbitas bastan te inverosímiles. No está ni si quiera todavía claro si los efectos observados se deben a la presencia de planetas en todos los casos o bien a otras causas. Aun así, no parece creíble que la totalidad de los nueve candidatos se desvanezca tras un análisis cuidadoso de los datos; al menos algunos de ellos serán genuinos planetas alrededor de estrellas distintas de nuestro Sol.

Si se confirma la existencia de esos planetas, no parece descabellado pensar que existirán otros muchos alrededor de otras muchas estrellas. Y, aunque no sean detectables por el momento, seguramente algunos de ellos serán más pequeños, se encontrarán en una zona templada de la vecindad estelar y su estrella de referencia tendrá una antigüedad de miles de millones de años, quedándole otros tantos de equilibrio duradero; es decir, sistemas similares al formado por la Tierra y el Sol. Ello no implicaría necesariamente la presencia de vida en ellos, pero ha resultado tan rápida y, en: cierto modo, tan fácil su aparición sobre nuestro planeta que no es una extrapolación arbitraria pensar que puedan haberse desarrollado otras formas de vida en esos lejanos lugares de nuestra propia galaxia, tal y como ocurrió sobre la Tierra en su primera juventud. El problema es que su detección es enormemente difícil. Aunque consiguiéramos acercamos a esos planetas, cosa hoy por hoy impensable, y en ellos hubiera vida, lo más seguro es que no podríamos observar desde el espacio alteraciones locales debidas inequívocamente a su presencia. Como no es posible para un hipotético observador extraterrestre que pasara por las cercanías del Sistema Solar observar dichas alteraciones locales sobre nuestro planeta, a pesar de cerca de 4.000 millones de años de evolución biológica. Lo más seguro sería detectar desviaciones del equilibrio químico en la atmósfera de esos planetas, señal clara de actividad biológica. En ese sentido, se están preparando experimentos de difícil realización para investigar, en las cercanías de estrellas parecidas al Sol, trazas de sustancias que sólo pudieran provenir de la atmósfera de planetas invisibles debido a su pequeño tamaño y que fueran consecuencia de una posible actividad biológica. Un programa de larga duración y de resultados inciertos. Personalmente creo que lo que sabemos sobre lo acontecido sobre la Tierra nos sugiere que no es difícil, dadas las condiciones iniciales adecuadas, que aparezcan formas de vida rudimentarias. Fue fácil y rápido en nuestro caso. Y como esas condiciones idóneas no deben ser raras, sino más bien encontrables en sistemas planetarios de la multitud de estrellas a nuestro alrededor, me inclino a pensar que la vida, en un sentido muy general, está presente en otros lugares del universo, incluso dentro de nuestra galaxia, y que acabaremos por detectarla.

Cayetano López es catedrático de Física de la U. Autónoma de Madrid.

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