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Tribuna
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El éxito de Dios

Cerca de dos terceras partes de los españoles dicen creer en Dios y la proporción está subiendo hasta rozar esa cifra entre estudiantes universitarios. No es, con todo, de las, tasas más altas de Occidente. La Iglesia católica, preponderante en nuestro espacio, desacredita a Dios con sus anacronismos pero, además, Dios, aquí, ha sido durante demasiados años cosa de Franco. Como la bandera, como el Ejército, como el Estado, el Más Allá pareció, durante décadas, cuestión de derechas y Dios un jerarca que gobernaba un cielo de reaccionarios. Tener una conciencia social significaba, hasta hace poco, concentrarse en el horizonte de la Revolución y bastante trabajo requería la edificación del Paraíso comunista como para afanarse en otras metas que, aparte de distraer la atención, aplazaban la felicidad hasta más allá de la muerte.Muerto Franco, sin embargo, murió también el fantasma de Dios; murió el Dios franquista a quien el Estado dictador se encomendaba y con quien, por mediación eclesiástica, mantenía comunicación directa entre vapores de incienso y privilegio muy distinguidos. Muerto Franco, la democracia liberó a la sociedad de trabas, pero también desató a Dios de la complicidad con unas leyes represivas y le dejó hacer. Al fin, por primera vez en la historia oscurantista española, Dios pudo pasear a su aire y, de paso, conferirse una personalidad más trasparente, más universal y, sobre todo, independiente. Ahora puede creerse en Dios y no estar afiliado a ninguna ideología concreta. Puede creerse en Dios y ser nudista, fascista, chino o ecologista. Dios ha recobrado su natural, trascendente, acultural Y hasta científico. Es una entidad plástica que se aviene Con los unos y los otros, que habla todas las lenguas, se encuentra en los gimnasios, en el zen, en las dietas, y atiende, encima, a cualquier credo tradicional. No se opone a nada ni a nadie, no hace daño, no castiga como un verdugo ni vigila como un policía secreto, no aplasta, ni reglamenta como un código penal. Más que representarse como un emperador en espera de inmolaciones, actúa como una categoría benéfica que sirve a las almas al modo de una medicina gratuita y a granel.

Emancipado de la política pero también de las religiones, Dios se ha convertido en una reserva natural, nunca tan soleado, munífico y saludable como ahora. No es extraño que cada vez haya más gente que piense en a Él. Todavía no tanto en España como en otras partes pero cada vez más en todo el mundo desarrollado y por desarrollar.

El fin del siglo marca el éxito de Dios. Nunca menos concreto que ahora, nunca menos definible y nunca más favorable y feliz. Sin glorias ni campanas, desprovisto de trono y arquitecturas suntuarias, Dios se ha labrado un hogar en miles de millones de habitantes progresivamente deshabitados por una cultura que ha pretendido abolir el misterio de las cosas.

Este mismo mes, Basilio Baltasar publica en Claves una brillante reflexión donde opone la naturaleza de la cultura humana, cuajada de secreto, a la actual cultura de la trivialidad. La cultura de la trivialidad -en los libros, en el arte, en la música, en la televisión- se opone directamente al misterio; y contradice, en su raíz, un firme anhelo de la condición humana. Con la cultura de la trivialidad todo parece explícito, falto de sentido oculto; todo tiende a ser obsceno, a ponerse en escena. No hay reservas en los reality shows pero tampoco ha de haber secretos en la política, ni en la esfera de la sexualidad (pornográfica) ni en la escritura del best-seller propicio para ser consumido sin conmoción interior. En la cultura de la trivialidad todo busca ser explícito, fácil, intrascendente. Esta cultura no remite a enigma ni más allá alguno y deja todo el deseo dispuesto para invertirlo en Dios. Nada más antiguo que Dios pero, a la vez, nada más nuevo, trascultural y golosamente exquisito en un mercado que, día tras día, sólo expende vulgarizaciones de lo real.

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